Sophie Calle existe. Pero quizás no convenga conocerla en persona. Si fuera el personaje de una novela todo estaría bien, pero ella respira, camina y persigue historias por nuestro mundo desde que se levanta hasta que se acuesta. Está viva. Es real. En este momento puede estar detrás de usted, en su ciudad, escondida en una cabina telefónica, en un inmenso almacén de cadena o en una fila para entrar a cine. Lleva veinticinco años espiándonos a todos e invitándonos a que invadamos su privacidad. Y no tiene pensado cambiar. No lo piensa ni por un segundo. (…)
Nació el 9 de octubre de 1953 en París y siempre fue consciente de su nombre y su apellido. (…) Máscaras, falsas identidades, errancias: todo viene con el propio nombre. Ella se sintió perdida desde la infancia y, con “sabiduría callejera”, se ha buscado por todas partes desde que cumplió los seis años, cuando sus padres se separaron. (…) Quiere mucho a sus padres. Sospecha que se volvió artista para seducir a su padre, el coleccionista de arte, que siempre está esperando que alguien lo sorprenda. (…)
A los nueve años, en 1962, por espiar una conversación telefónica y hallar una carta abandonada en el lugar equivocado, llegó a la conclusión de que su padre no era su verdadero padre. Tres años después descubrió que sí lo era, pero esa inseguridad, ese deseo de oír todo el tiempo que la querían de verdad, marcó la búsqueda de sus historias. Caminaba hacia el colegio y todas las mañanas imaginaba, en un sótano del vecindario, en la calle Gassendi, que “un señor, atrapado ahí, sobrevivía gracias al amor que yo le daba”. Así era, así es. Sophie Calle encuentra ficciones en la realidad para satisfacer su única necesidad: sentirse a salvo. (…)
Sophie decidió visitar todos los museos de París y sobrevivir siete años, de ciudad en ciudad, de trabajo en trabajo, por todo el mundo. Fue durante ese tiempo cuando se dio cuenta de cuánto le interesaba imaginar la vida de los otros. (…) A comienzos de 1979, cuando volvió a París, se dedicó a reconocer su ciudad y a seguir a la gente por todas partes. Era un proyecto de vida. Quería averiguar, decía, si ellos sí sabían qué estaban haciendo en el mundo.
Desde el primero de abril de ese año emprendió, entonces, uno de sus trabajos más recordados, Los durmientes: “pedí a varias personas que me concedieran unas horas de su sueño. Que vinieran a dormir a mi cama. Que se dejaran fotografiar, que se dejaran mirar. Que respondieran a algunas preguntas. A cada persona le propuse una estancia de ocho horas: el tiempo que se acostumbra a dormir diariamente. La cama empezó a estar ocupada el domingo 1 de abril de las 17 horas y dejó de estarlo el lunes 9 de abril a las 10 horas”.
Así comienza Los durmientes. Las primeras dos, Gloria y Anne, llegan puntuales, se ríen un tiempo de ella (…) y después todo comienza a funcionar. Es increíble. Salvo una niñera paranoica, que no logra dormir porque siente que la artista va a degollarla, todo sale sin mayores problemas.

El lunes 11 de febrero de 1980, después de seguir durante meses a desconocidos por la calle, “por el placer de seguirlos”, comenzó a escribir su primer libro.
“Un día seguí a un hombre y pocos minutos después lo perdí de vista. Aquella misma noche, por pura casualidad, me lo presentaron en una inauguración. Supe que tenía planeado irse de viaje a Venecia. Decidí seguirle la pista”. Henri B, el elegido, viajó con su esposa y con sus hijas, y Calle, dispuesta a todo, lo buscó por todas partes hasta que, el 15 de febrero, cuatro días después del comienzo de la aventura, lo encontró en una pensión de tercera llamada Casa de Stefani. Cuatro días después, el martes 19 de febrero a las 3 y 20 de la tarde, él la descubrió, y más o menos halagado, y haciéndose el que estaba acostumbrado a situaciones como esa, la invitó a tomar un café, pero no se dejó tomar una última foto. “No, eso es hacer trampa”, le dijo.(…)
Un año después, Calle se recuperó de la sensación de vacío y consiguió empleo, durante tres semanas, como mucama del Hotel C. 
El 6 de marzo dejó el hotel con un nuevo libro entre sus manos: había espiado todos los cuartos que debía arreglar, había entrado en sus basuras, en el olor de sus camas destendidas, en las maletas y en las cartas y en los libros que habían leído la noche anterior. Había sido capaz de leer un diario íntimo y un testamento. De cada cuarto había tomado “una fotografía de los objetos que encontré” y había hecho “una descripción, día por día, de lo que había ahí” y había escrito, con todo ese material, un extraño libro. Uno que uno no sabe si mirar o no, pero finalmente lo mira. Uno que inquieta, da escalofríos, fascina.
Unas tres semanas después de la aventura en el hotel, (…) se empeñó en darle la vuelta a la experiencia. Llevaba demasiado tiempo siguiendo a los demás y quería, “de alguna manera, invertir las relaciones, así que le pedí a mi madre que contratara un detective privado para que me siguiera, sin que supiera que yo lo había arreglado, y me diera pruebas fotográficas de mi existencia”. Y así ocurrió. Salió temprano en la mañana, compró una flores, se encontró con sus amigas, con su editor y son su papá (…) y terminó su día en el Centro Georges Pompidou, en una exposición de autorretratos, y en una fiesta que se acabó a las tres de la mañana. La historia de El detective sería colgada, en unos años, en las principales galerías del mundo.
Los primeros cinco años de su década de los 80 (…) Viajó a México y, según Hervé Guibert, escritor, “se masturbaba en una hamaca y leía las obras completas de Jean Genét hasta que un nativo la estranguló para violarla y le dio por muerta cuando la vio con un ojo medio abierto”. Estuvo en el Bronx pidiéndole a extraños en la calle que la llevaran a su lugar favorito, en Moscú fotografiando a un tipo que no le entendía ni una palabra y en Japón viendo peleas de sumos y haciéndose entender por señas. Unos meses después, en París, se dedicó a escogerle la ropa a un desconocido con muy mal gusto. Le enviaba corbatas y camisas sin que se enterara. Firmaba todos los paquetes como “anónimo”.
Por culpa de su amante de ese tiempo, estuvo a punto de rendirse. Pero no lo hizo. En cambio, apareció en un club de la Plaza Pigalle, junto con una amiga que le tomaba fotos, convertida en una profesional del striptease. (…) Pero la prueba más difícil para los nervios del espectador, del lector, de las obras de Calle, apareció unos días después en el diario La Liberación, desde 2 de agosto hasta el 4 de septiembre de 1983…
