Posts Tagged ‘ Julia Margaret Cameron ’

Imogen Cunningham Vs Julia Margaret Cameron

John Herschel por Julia Margaret Cameron

John Herschel por Julia Margaret Cameron

Me gustaría que la fotografía de retratos retrocediera a Julia Margaret Cameron. No creo que haya nadie mejor. ¿No lo cree usted? Aunque ahora tengamos la técnica para superar las cosas que ella no debió hacer. Pero desde luego, ¡ella vio a la gente!

Diálogos con la fotografía, Paul Hill/Thomas Cooper

Mujer con velo, Imogen Cunningham, 1910.

Mujer con velo, Imogen Cunningham, 1910.

A lo mejor también te interesan:

Julia Margaret Cameron por Virginia Woolf

Exposición de Imogen Cunningham

Sobre el retrato

Julia Margaret Cameron por Virginia Woolf

Aquí os dejo fragmentos de un texto de Virginia Woolf en el que narra la vida de su tía abuela, la fotógrafa Julia Margaret Cameron. El original lo publicó Luna Córnea.

Julia Margaret Cameron, la tercera hija de James Pattle del Servicio Civil Bengalí, nació el 11 de junio de 1815. Su padre era un caballero de señalada pero dudosa reputación, quien después de vivir una vida revoltosa y de ganarse el título de “el más grande mentiroso de la India”, bebió finalmente hasta morir y fue consignado en un barril de ron para esperar su embarco a Inglaterra. El barril fue puesto junto a la puerta del cuarto de la viuda. A medianoche oyó una explosión violenta, salió corriendo y encontró a su marido, quien había hecho saltar la tapa de su ataúd, erguido, amenazándola de muerte como lo había hecho en vida. “El shock la hizo desvariar, pobrecita, y murió loca. Es el padre de la señorita Ethel Smyth el que cuenta la historia (en Impressions that Remained), y continúa diciendo que, después de que “Jim Llamarada” fue clavado de nuevo y embarcado, los marineros se bebieron el licor en el que el cuerpo había sido preservado, “y por Júpiter, el ron se derramó, ardió en llamas e incendió el barco. Y mientras trataban de apagar el fuego, el barco se precipitó hacia una roca, explotó y fue arrastrado hacia la playa justo debajo de Hooghly. ¿Y qué creen que dijeron los marineros? ‘Que ese Pattle era tan bribón que el diablo no quiso que abandonara la India!’”.

Su hija heredó esa vena de vitalidad indomable. Si su padre era famoso por sus mentiras, la señora Cameron tenía el don de una lengua ardiente y una conducta pintoresca que han quedado impresas en las reposadas páginas de la biografía victoriana. Pero fue de su madre, se presume, que heredó el amor por la belleza y el desprecio por las frías y formales convenciones de la sociedad inglesa. Pues la sensible dama a la que la visión del cuerpo de su marido había matado, era francesa de nacimiento. Era la hija de Chevalier Antoine de I’Étang, uno de los pajes de María Antonieta, que había estado en prisión con la reina hasta su muerte y que fue salvado de la guillotina sólo a causa de su propia juventud. Fue enviado al exilio a la India con su mujer, quien había sido una de las damas de la reina, y es en Ghazipur, con una miniatura que le dio María Antonieta colgando sobre su pecho, que yace enterrado.

Julia Jackson 1867

(…) Ciertamente Julia Margaret Cameron se había convertido en una mujer imperiosa; pero carecía de la belleza de sus hermanas. En el trío en el que, se decía, Lady Somers era la Belleza y la señora Prinsep el Brío, la señora Cameron era indudablemente el Talento.

“Ella parecía reunir en sí misma todas las cualidades de una familia notable” escribía la señora Watts, “presentándolas en una forma doblemente destilada. Doblada la generosidad de la más generosa de las hermanas y la impulsividad de la más impulsiva. Si ellas eran entusiastas, ella lo era el doble; si eran persuasivas, ella era invencible. Tenía ojos extraordinariamente bellos, que centelleaban como sus frases, y que se volvían más suaves y tiernos si estaba conmovida…”. Pero para una niña, ella era una aparición aterradora: “baja y llenita, sin nada de la gracia ni de la belleza de los Pattle, aunque con un porcentaje mayor de obstinación y de energía apasionada.

Vestida con ropas oscuras, manchada con los químicos de su fotografía (y oliendo también a ellos), con un rostro ávido y redondo y una voz fuerte, un poco dura, y sin embargo, de alguna manera, apremiante e incluso encantadora”, salía precipitadamente del estudio en dimbola, ajustaba pesadas alas de cisnes a los hombros de los niños y les ordenaba permanecer quietos y actuar la parte de los Ángeles de la Navidad apoyados en los baluartes del Firmamento.

Pero la fotografía y las alas de cisne todavía no se vislumbraban. Durante muchos años su energía y sus poderes creativos fueron dirigidos a la vida familiar y a los deberes sociales. En 1838 se casó con un hombre muy distinguido, Charles Hay Cameron, “jurista benthamita y filósofo de gran erudición y capacidad”, que desempeñó el cargo, previamente ocupado por Lord Macaulay, de cuarto Miembro del Consejo en Calcuta.

(…) Mientras tanto, ella buscaba una expresión más permanente de sus abundantes energías en la literatura. Traducía del alemán, escribía poesía y avanzó lo suficiente en una novela como para poner a Sir Henry Taylor bastante nervioso: no fuera que lo instara a leerla toda. Volumen tras volumen fue despachado por correo.

(…) Pero el apogeo de la carrera de la señora Cameron estaba a un paso. En 1860, los Cameron compraron dos o tres casitas cubiertas de rosas en Freshwater, las administraron juntos y les anexaron algunas cabañas para dar cabida al desbordamiento de su hospitalidad. (…) La señora Cameron era capaz de invitar a almorzar a una familia que había conocido en el vapor sin preguntarles su nombre, o invitar a pasar a un turista sin sombrero a quien había conocido en el acantilado para que escogiera un sombrero él mismo, o adoptar a una mendiga irlandesa y enviar a su hija a la escuela junto con sus propios hijos.

(…) De hecho la hija de la pordiosera se convirtió en una hermosa mujer, pasó a ser la doncella de la señora, posó para un retrato, el hijo de un hombre rico la pidió en matrimonio, ocupó esta posición con dignidad y eficacia, y en 1878 gozaba de un ingreso de dos mil cuatrocientas libras al año.

(…) En 1865, cuando ella tenía cincuenta años, su hijo le regaló una cámara que dio por fin salida a las energías que había disipado en poemas y ficciones, arreglando casas y elaborando curries y entreteniendo a sus amigos. Ahora se volvió fotógrafa. Toda su sensibilidad se expresó –y lo que quizá fue aún más conveniente, se contuvo– en el arte recién nacido. La carbonera se convirtió en cuarto oscuro, el corral en su casa de vidrio. Los barqueros se transformaron en el rey Arturo, las aldeanas en la reina Ginebra. Tennyson fue envuelto en harapos; Sir Henry Taylor fue coronado con oropel. La doncella posó para su retrato mientras un huésped atendía la puerta. “Trabajaba infructuosa, pero no deseperanzadamente”, escribió la señora Cameron por esta época. En verdad, era infatigable. “Solía decir que en su fotografía había que destruir cien negativos antes de alcanzar un buen resultado, y su objetivo era superar el realismo disminuyendo al mínimo la precisión del foco”. Como una tigresa cuando de sus hijos se trataba, era extraordinariamente flexible en relación a su arte. Manchas pardas aparecían en sus manos y el olor de los químicos se mezclaba con el aroma de la zarza dulce en el camino cercano a su casa.

El sueño. Abril de 1869.

Nada le importaban las miserias ni el rango de sus modelos. Tanto el carpintero como el príncipe coronado de Prusia debían permanecer sentados e inmóviles como piedras en las actitudes que ella elegía, entre los cortinajes dispuestos por ella, y durante el tiempo que ella quisiera. No tenía en nada a las dificultades ni a los fracasos ni al agotamiento. “Ansiaba capturar toda la belleza que llegaba a mí, y a la larga mi anhelo fue satisfecho”, escribió. Los pintores alababan su arte; los escritores se maravillaban con el carácter que revelaban sus retratos. Ella misma ardía de satisfacción ante sus propias creaciones. “Es una bendición divina la que ha acompañado a mi fotografía”, escribió, “da placer a millones”. Prodigaba sus fotos entre sus amigos y familiares, las colgaba en las salas de espera de las estaciones de ferrocarril y las ofrecía, se dice, a los maleteros a falta de cambio.

El viejo señor Cameron, mientras tanto, se retiraba cada vez con mayor frecuencia a la relativa privacidad de su cuarto. A él no le gustaba la vida social, pero la soportaba como soportaba todos los caprichos de su mujer, con filosofía y afecto. “Julia está repartiendo Ceilán”, decía, cuando ella se embarcaba en otra aventura o extravagancia. Su hospitalidad y las pérdidas en la cosecha de café (“Charles me habla de la flor de la planta de café. Yo le digo que los ojos del primer nieto deben ser más hermosos que todas las flores”, decía ella) habían llevado su economía a un estado precario. Pero no eran sólo las ansiedades propias de los negocios las que hacían que el señor Cameron quisiera visitar Ceilán. El viejo filósofo se obsesionó cada vez más con el deseo de regresar a Oriente. Había paz, había calor; estaban los monos y los elefantes entre los que una vez había vivido “como amigo y hermano”. Súbitamente, pues lo habían mantenido en secreto entre sus amistades, los Cameron anunciaron que irían a visitar a sus hijos a Ceilán. Se hicieron los preparativos y los amigos fueron a despedirse de ellos a Southampton. Dos ataúdes les precedieron a bordo, llenos de cristal y porcelana, por si no se conseguían ataúdes en Oriente. El viejo filósofo, con sus ojos fijos y brillantes y su barba “bañada en la luz de la luna”, sostenía en una mano su báculo de marfil y en la otra la rosa encarnada de Lady Tennnyson le había regalado antes de partir, mientras que la señora Cameron, “grave y valiente”, gritaba sus últimas indicaciones y gobernaba no sólo innumerables bultos sino también una vaca.

Llegaron sanos y salvos a Ceilán (…) Marianne North, la viajera, los visitó allí y encontró al viejo señor Cameron en un estado de perfecta felicidad, recitando poemas, caminando de aquí a allá por la veranda con su largo cabello blanco derramándose sobre sus hombros, y su báculo de marfil en la mano. Adentro de la casa, la señora Cameron tomaba fotos todavía.

Las paredes estaban cubiertas de cuadros magníficos que se tambaleaban sobre las mesas y las sillas y se mezclaban en una confusión pintoresca con libros y tapices. La señora Cameron decidió de inmediato fotografiar a su huésped y durante tres días estuvo enfebrecida por la excitación. “Me hizo permanecer de pies con unas puntiagudas ramas de coco elevadas sobre mi cobeza…y me dijo que adoptara una apariencia absolutamente natural”, observó la señorita North (…) Y cuando la señorita North, desprecavida, manifestó su admiración por un hermoso chal verde brizna que la señora Cameron llevaba puesto, ella tomó un par de tijeras, y diciendo: “Sí, te sentará de maravilla”, lo cortó por la mitad de extremo a extremo instándola a que lo compartieran. Por fin, llegó el momento de que la señorita North se fuera. Pero la señora Cameron aún no podía soportar que sus amigos la abandonaran. Igual que en Putney salía a acompañarlos revolviendo el té mientras caminaba, también en Kalutara ella y toda su comitiva debieron escoltar a la invitada cuesta abajo por la colina y esperar al cochero a la medianoche. Dos años más tarde (en 1879) murió. Los pájaros, revoloteando, entraban y salían por la puerta abierta; las fotografías se agitaban sobre la mesa. Y, acostada ante una gran ventana abierta, la señora Cameron vió las estrellas brillar, murmuró la sola palabra “Hermoso”, y entonces murió.