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XI Seminario de fotografía y periodismo de Albarracín

El año pasado fue la primera vez que asistí y me propuse volver todos los años de mi vida mientras se siguiera haciendo. Este año, pensaba llevarme la grabadora para traeros de forma fidedigna un trocito de lo que allí se hablaba pero se me olvidó, así que voy a haceros un pequeño resumen de lo que han sido estos cuatro días.

Isabel Muñoz nos contó, entre otras, su experiencia en La Bestia, un tren que atraviesa México de sur a norte en el que se suceden secuestros, robos, violaciones y donde muchas de las personas que tratan de subirse a él en marcha acaban con graves amputaciones al borde de las vías. Habla de cualquier tema con pasión, saltando de un tema a otro y nombrando constantemente a sus ayudantes “sin los que no podría seguir el ritmo que llevo”. Es difícil de imaginar a una persona que habla con tanta serenidad saltando de un tren en marcha, amenazada por las maras y metiéndose, en definitiva, en situaciones que muy pocos con la mitad de su edad se atreverían.

La Bestia, Isabel Muñoz

Alberto García-Alix parecía tímido, cansado, y sin muchas ganas de hablar. Nos mostró El paraíso de los creyentes, un audiovisual en el que mantiene un diálogo con sus fotografías. Su voz de serrucho es el acompañamiento perfecto a un pasado atrapado en imágenes. Cuando le preguntaron cómo conseguía que sus modelos hicieran ciertas piruetas para él, nos dijo que la asignatura pendiente de los fotógrafos es aprender a pedir. No puedo estar más de acuerdo.

Chema Conesa nos bombardeó con retratos y anécdotas de personajes de la vida política, la farándula y de los negocios, dando claves sobre el cómo y por qué de un retrato. De los pros, los contras, la gente buena y mala. Es muy difícil resumir una conferencia como esa en pocas palabras e igual de difícil quedarse con sólo una de las imágenes.

Por supuesto, en sitios como éste, siempre hay gente encantada de haberse conocido y que se zambulle y baila en la luz que desprenden sus fotos, pero supongo que pasa en todos los campos. También hay gente fantástica que merece la pena conocer. Al final, la única protagonista es la fotografía de la que se habla antes, durante y después de los talleres y conferencias. Son una inyección de ganas y ánimos de seguir trabajando.

El colofón final fue la conferencia de Gervasio Sánchez sobre Vidas minadas, en la que nos dio una lección de sobre periodismo, vida e integridad. Nos mostró fotografías y vídeos de los desaparecidos, testimonios que nos dejaron el estómago encogido y un nudo en la garganta. Después, se encendieron las luces y, antes de poder asimilar lo que acabábamos de ver, caímos en la cuenta de que el seminario se había acabado. Hasta el año que viene.

Fotógrafos de guerra

Chris Hondros, Guerra de Liberia, 2003

Fótografos en combate

Se juegan el pellejo en cada disparo. Nos enseñan lo que no queremos ver. Tim Hetherington y Chris Hondros, dos grandes del oficio, han muerto recientemente en Libia. Destacados fotoperiodistas han seleccionado para ‘El País Semanal’ una de sus imágenes más icónicas. A partir de ellas reflexionan sobre los desastres de la guerra.

Con 17 conflictos armados en la retina y una exitosa trayectoria, la estadounidense Corinne Dufka dejó para siempre el fotoperiodismo en 1998. El 7 de agosto de ese año subió a un avión desde Nairobi (Kenia) para viajar hasta las entrañas de la segunda guerra de Congo. Al poco de iniciar el vuelo, una bomba estallaba junto a la embajada estadounidense en la capital keniana. El brutal atentado, atribuido a Al Qaeda, provocó la muerte de más de 200 personas. Miles resultaron heridas. Dufka aterrizó en Congo y al conocer la noticia hizo todo lo posible por regresar a Nairobi. Pero llegó 12 horas más tarde del suceso. Perdió la historia. No pudo mandar una sola foto a la agencia para la que trabajaba. Estaba tan frustrada que se descubrió a sí misma incapaz de manifestar sentimiento piadoso alguno hacia las víctimas de la matanza. Enfilaba una senda peligrosa. Había perdido el control. Su mirada llevaba demasiado tiempo sobreexpuesta a la sangre humana. Unos días más tarde, la roca se desmoronó. Rompió a llorar mientras veía por televisión un reportaje sobre personas que quedaron ciegas por el impacto de cristales en sus ojos a causa de la explosión. Y se dijo: «Me salgo. Punto y final».

Jugarse el pellejo no es el único peaje que abonan quienes se dedican a retratar el horror. Hay que estar dispuesto a mirar. Y asumir las consecuencias. El alma paga un precio. Un reportero en zona de conflicto sabe lo que busca, pero nunca está preparado del todo para lo que va a presenciar. De todos los testigos de la cruda realidad belicosa, el fotógrafo -y el camarógrafo televisivo, pero esa es otra apasionante historia- es el único que no puede mirar hacia otro lado en ningún momento. Son nuestros ojos sobre el terreno. Nos enseñan lo que no queremos ver. La prueba irrefutable de los estragos de la violencia. Concentran su mirada en el pequeño visor de la cámara mientras llueven las balas. Prestan a veces más atención al encuadre que a su propia seguridad.

Gervasio Sánchez

Al miedo físico hay que añadir los fantasmas de la memoria. El cordobés Gervasio Sánchez -premio, entre otros, Nacional de Fotografía y Ortega y Gasset de Periodismo- asegura que nunca necesitó ir a un psicólogo. Ha documentado conflictos armados en medio mundo y emplea como bálsamo espiritual una simple receta: «Reencontrarme con los que un día fotografié en momentos y lugares de guerra. Saber que han sobrevivido, volver a verles y comprobar que las historias perduran más allá de las imágenes».

Poco han cambiado las reglas de este oficio desde que André Friedmann, más conocido como Robert Capa para mayor gloria del fotoperiodismo, proclamase la archiconocida necesidad de estar cerca de las historias para poder atrapar instantáneas suficientemente buenas. A pesar de considerar a Capa el primer gran fotógrafo de guerra de la era moderna, los historiadores coinciden en catalogar como pionero en la materia al británico Roger Fenton por su cobertura de la guerra de Crimea a comienzos de 1855. Como argumentaba Susan Sontag en su ensayo Ante el dolor de los demás (Alfaguara), «desde que se inventaron las cámaras en 1839, la fotografía ha acompañado a la muerte».

Roger Fenton, Gerra de Crimea

Muchos de los mejores del gremio detestan el apelativo «fotógrafo de guerra». Es el caso de una vaca sagrada llamada Don McCullin (Reino Unido, 1935), hoy retirado. A Gervasio Sánchez tampoco le hace mucha gracia: «No me considero como tal por respeto a mis compañeros muertos cuando hacían periodismo puro, alejado de la basura de intereses políticos y económicos. Simplemente, vamos a lugares donde suceden grandes tragedias. No necesitamos que se nos considere especiales». Una leyenda viva como James Nachtwey asume, en cambio, la etiqueta. Desde Afganistán explica por qué: «Cuando tomé la decisión de dedicarme a la fotografía fue para ser fotógrafo de guerra».

Como quiera que se llamen los integrantes de esta tribu indomable, la única certeza es su permanente contacto con la muerte. Un roce demasiado intenso. Recientemente vimos correr ríos de tinta en la prensa occidental tras los fallecimientos en Libia del británico Tim Hetherington, de 40 años, y el estadounidense Chris Hondros, de 41. Fotorreporteros de reconocido prestigio, ambos han pasado a engrosar la veintena de periodistas caídos en el ejercicio de su profesión en lo que va de año, según el Committee to Protect Journalists (www.cpj.org). Nada nuevo bajo el sol. Seguirá ocurriendo mientras exista alguien dispuesto a testimoniar las contiendas y sus consecuencias. ¿Pero son capaces de provocar este tipo de imágenes algún cambio en el devenir de la humanidad? Don McCullin está convencido de lo contrario. Al teléfono desde su retiro en Somerset (Reino Unido), aclara: «Desde niño he visto este tipo de fotos, y nada ha cambiado en 60 años respecto a la guerra». James Nachtwey prefiere, sin embargo, mostrar más optimismo: «La fotografía de guerra tiene la posibilidad no solo de documentar la historia, sino de cambiar el curso de la historia. Es una herramienta para analizar la sociedad críticamente, un elemento importante en el factor de cambio».

Chris Hondros, Guerra de Irak, 2005

En una era de sobresaturación de imágenes, todos los protagonistas de estas páginas coinciden en destacar la supremacía del impacto visual que la fotografía mantiene respecto al vídeo. Benjamin Lowy, curtido en la guerra de Irak, asegura que «nuestra memoria no procesa vídeos, sino imágenes congeladas». Y elige dos iconos del desastre armado para rematar su argumento: «Tenemos grabada la instantánea de la muchacha corriendo desnuda achicharrada por el napalm en Vietnam. O la foto que Chris Hondros tomó a la niña iraquí de seis años empapada en la sangre de sus padres tras ser ejecutados por soldados estadounidenses». Aquí se plantea otro dilema: ¿hasta dónde enseñar?, ¿dónde está el límite de nuestra capacidad de mirar?

«Hay que mostrarlo todo, pero con un lenguaje más sofisticado», propone y predica con el ejemplo el jerezano Emilio Morenatti, miembro de la agencia Associated Press. «La foto del niño rodeado de moscas… Ya estamos anestesiados al respecto. Esas imágenes ya no llegan». Morenatti resultó herido en Afganistán por la explosión de una mina antitanque en 2009 mientras patrullaba empotrado con una unidad del Ejército estadounidense. Sufrió la amputación de la pierna izquierda por debajo de la rodilla, pero sigue considerando un privilegio poder contar la guerra, «lo peor del ser humano». «Aunque en lugar de estar en el frente, preferiría ir a la segunda línea. Y que el tipo de foto que he elegido para este reportaje sea la prioridad: buscar una imagen más icónica de la tragedia».

Emilio Morenatti, mujeres paquistaníes luchando por alimentos básicos. Paquistán, 2005.

El trabajo de Morenatti puede verse ahora junto al de otros destacados compatriotas en la recopilación elaborada por Rafael Moreno y Alfonso Bauluz para la editorial Turner bajo el título de Fotoperiodistas de guerra españoles. Un libro que recupera obras de pioneros como Enrique Facio y analiza la obra de los más actuales Enrique Meneses, Javier Bauluz, Santiago Lyon, Enric Martí o Sandra Balcells, además de rendir merecido homenaje a algunos de los caídos: Juantxu Rodríguez, reportero de EL PAÍS abatido en 1989 durante la invasión de Panamá; Jordi Pujol, del diario Avui, muerto en 1992, a los 25 años, en Sarajevo; y Luis Valtueña, fallecido en 1997, a los 33 años, cerca de la ciudad ruandesa de Ruhengeri.

La memoria de los muertos en acto de servicio aviva las ansias de los que quieren seguir mirando por todos nosotros a través de las cámaras. El veterano Don McCullin muestra preocupación desde su retiro por lo que considera uno de los males de este oficio en la actualidad: «Los ejércitos controlan mucho a los medios. Y por otra parte, los periódicos parecen hoy más interesados por las celebridades y el fútbol. Están vendiendo su integridad, desdibujando su naturaleza como espacio donde encontrar la auténtica verdad». Menos apocalíptico, dispuesto a seguir retratando el horror pase lo que pase, Benjamin Lowy asegura haber aprendido algo en el frente: «Los seres humanos nunca han dejado de batallar. Siempre lo harán. Por eso es importante documentar la guerra. Para saber lo que el hombre es capaz de hacer en nombre de cosas como el dinero, por ejemplo».

Quino Petit, El País.

Nick Ut, Guerra de Vietnam, 1972.

 

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Gervasio, el san bernardo de los desaparecidos

Estábamos sentados junto al piano de cola de aquel comedor del Holiday Inn.  Era  un sábado cualquiera de julio de 1993, en Sarajevo sitiado. Una veintena de mesas, velas, ruidosos periodistas americanos en un par de mesas juntadas. Con ellos guapísimas chicas, casi todas estudiantas que dominaban el  inglés y que comían con los informadores más ricos de aquel salón lleno de periodistas. Nosotros también necesitábamos transporte e interpretes pero con otras tarifas. La comida servida procedía del mercado negro pero también guisqui que los americanos pedían a 100 dólares la botella .

Al fondo del comedor, un enorme cortinaje negro cubría lo que debió ser una fantástica vista, nunca supe qué se veía. Del otro lado del cortinon, los serbios. De espalda a ellos, en aquel comedor, Susan Sontag, con sus 60 años, a la que venía a dar un beso su hijo David Rieff, también periodista. En nuestra mesa redonda, Gervasio Sánchez, Alfonso Armada y yo además de un italiano que partía al día siguiente. Hablábamos de lo que hablan los periodistas en zona de guerra, de las ganas de terminar el trabajo, de lo que cada cual ha visto durante el día en tal o cual barrio de la ciudad. La visita al Hospital Kosovo para contar muertos y heridos, victimas de los francotiradores, charlar con  los cirujanos con mascarilla desgastada y casco de minero para iluminar la mesa de operaciones. “No tenemos anestesia. Lo que más hacemos es amputaciones de miembros. Están naciendo más niños que antes de la guerra”. El desafío de la vida ante la muerte, dije cuando supe el dato. “Y la falta de electricidad y televisión” me completó una joven enfermera.

Hablábamos  de nuestros recuerdos de otras zonas de conflicto. Mis jóvenes compañeros veían en mi veteranía una confirmación de que lo que hacíamos es la profesión más bella del mundo y, en algunos momentos, la más peligrosa. Cuando contaba a mis compañeros que yo fui el único periodista español del lado egipcio cuando Israel, Francia y Gran Bretaña atacaban por todos los frentes, en Octubre de 1956, no podían creer que ya había estado en la guerra del Canal de Súez, 37 años antes, cuando ninguno de ellos había nacido.

Yo había estado varios años siendo editor o con programas de radio y televisión alejado del riesgo. Yo era un desconocido en las facultades de Periodismo y Gervasio y Alfonso se escandalizaban. ¿Por qué deberían haber hablado de mi?  me preguntaba yo.Los criterios académicos y la realidad del periodismo son como el agua y el aceite. Mi reportaje de Fidel Castro y el Che en  Sierra Maestra les fascinaba y sentían vértigo al pensar que hacía cuatro décadas que yo había bajado de aquella montañas  de Cuba.

Nos despedimos prometiendo volver a encontrarnos en Madrid. Ser freelance no te permite aguantar demasiado en zona de guerra. Cien dólares diarios de hotel, cien de estudiante-interprete y otros cien del coche ,de otro universitario ,es mucho dinero cuando solo tienes la seguridad de que lo recuperarás si tu trabajo es satisfactorio. Mi acreditación era de “Tiempo” y acabé vendiéndoselo a “Diario 16″.  Pero vivir en la inseguridad, en esta profesión,  es vivir. Y aquel sábado, como si estuviésemos en una película de Fellini, con el ruido de fondo no tan lejano, de ametralladoras y morteros, apareció un pianista de frac, se sentó al piano y empezó a deleitarnos con Chopin y Strauss. Me sentí en pleno Imperio austro-húngaro. antes de que aquí, en Sarajevo, Gavrilo Princip asesinara al archiduque Francisco Fernando de Austria y su esposa, Sofía Chotek, y comenzase la Primera Guerra Mundial.

Desde aquel encuentro nuestro, Gervasio ha seguido un camino inédito en el mundo del periodismo y de la investigación: Se interesó por los “después” de las guerras. ¿Que había sido de aquella mujer que  perdió a su hijo en la masacre del Mercado de Sarajevo? ¿Se habría casado aquella muchacha que lloraba junto al novio herido? Buscar la Historia del después es, a veces, reconfortante ver cómo el ser humano caído se levanta y anda, con ortopedia o simples muletas, pero anda. Y los desaparecidos de Argentina, Chile, Colombia, Laos, Irak aparecen en modestas fotos que sujetan sus deudos con paciencia de siglos.

Ahora en España la gente puede ver y escuchar en exposiciones y conferencias, lo que es la misión de Gervasio, este buen samaritano, este perro San Bernardo que pacientemente reconstruye vidas e intenta minorar el dolor de las víctimas de la guerra. Al  senequismo cordobés unió Gervas la tozudez maña tras su matrimonio con Carmen “Choco” y tener a Diego al que ha educado llevándolo a los campos de batalla de Sierra Leona, Laos, Sarajevo, Kosovo o Tinduf,  para enseñarle el daño que han hecho, después de las guerras, las bombas de racimo, esas pequeñas pelotas de golf de  colores vivos y que salen por millares de las bombas portadoras.  Termina la contienda y esas pelotitas  siguen segando miembros de niños que las encuentran y quieren jugar con ellas, los campesinos arando sus campos. Para ellos la guerra no termina nunca.

El hombre que más ha hecho porque se prohibiese la fabricación y venta de esas armas, ha sido “Gerva”, el periodista que documenta y hace visibles los familiares que tienen desaparecidos, el mismo que lucha contra el empleo de niños y niñas como soldados en las guerras africanas. Gervasio Sánchez tiene un Seminario de Periodismo Humano en Albarracín, todos los otoños. Estuve en el de 2001 y ahora al cumplirse 10 años de estos encuentros veteranos y novatos.. Se han presentado 300 jóvenes periodistas y otros 60 fueron rechazados porque Albarracín tiene 1.300 habitantes y no puede alojar a más de 300.

De vez en cuando, hojeo los magníficos libros de Gervas, publicados por Blume, mientras escucho las czardas de Monti al piano y recuerdo aquel sábado mágico de julio de 1993, hace ya… ¡17 años!

Blog de Enrique Meneses.

Gervasio Sánchez habla sobre «Desaparecidos»

«La dignidad es lo que importa»: ‘Desaparecidos’, un proyecto de Gervasio Sánchez

El drama de los desaparecidos atraviesa toda mi vida profesional. Es el proyecto más duro al que me he enfrentado y tengo la convicción de que el dolor de las víctimas ha dejado profundas secuelas en mi interior. Podría decir que parte de mi vida también ha desaparecido durante su realización.

Era un joven estudiante de Periodismo en enero de 1983 cuando entré a formar parte de un grupo de adopción de Amnistía Internacional en Barcelona. Su responsable me ofreció encargarme de Centroamérica y me dio dos informes gigantescos sobre las violaciones de los derechos humanos en Guatemala bajo la dictadura del general Efraín Ríos Montt y en El Salvador, que vivía en plena guerra civil.

La lectura de aquellos papeles, repletos de hechos difíciles de imaginar por la mente más retorcida y sádica, cambió radicalmente mi visión del periodismo y me convenció de la necesidad de recorrer este mundo, tan poco amable con millones de personas, con la intención de documentar los dramas humanos.

La primera vez que viajé a Guatemala, en octubre de 1984, quise realizar un reportaje sobre los desaparecidos. El país vivía la etapa más oscura de su sangrienta historia y puedo dar fe de que daba miedo trabajar como periodista y fotógrafo.

La primera vez que viajé a El Salvador en ese mismo mes de octubre sentí algo parecido. El país se enfrentaba a las primeras negociaciones de paz entre el gobierno y los grupos guerrilleros. El sueño del fin de la guerra parecía cercano. Pero la paz se firmó ocho años después, a principios de 1992.

Mi primer reportaje chileno publicado en noviembre de 1986 fue sobre los desaparecidos.

Meses después, en mayo de 1987, publiqué un texto con datos inéditos sobre la llamada Caravana de la Muerte y pronostiqué que «este caso salpicaría un día a Pinochet». Once años después, en octubre de 1998, el ex dictador fue detenido en Londres gracias a una orden cursada por el juez Baltasar Garzón en base a los casos de desaparecidos de la Caravana de la Muerte.

La primera vez que viajé a Perú, en octubre de 1988, me encontré con el horror en Ayacucho. Los militares eran los dueños absolutos de la vida y la muerte.

Un tema tabú

La primera vez que viajé a Colombia, en mayo de 1990, me encontré con que la desaparición forzosa era un tema tabú. Ninguna autoridad política o judicial tenía interés por aclarar los centenares de casos acumulados.

Las fuerzas armadas, los grupos paramilitares y las guerrillas están implicadas en decenas de miles de desapariciones. La acumulación de pruebas sobre los llamados falsos positivos (ejecuciones extrajudiciales llevadas a cabo por miembros del ejército) podría provocar el enjuiciamiento del ex presidente Álvaro Uribe. No sería de extrañar que siguiese los pasos del ex presidente peruano Alberto Fujimori, juzgado y encarcelado por varios casos de desapariciones forzosas en su país.

Mi primer viaje a Irak coincidió con la caída del régimen criminal de Sadam Hussein en abril de 2003. Durante seis semanas pude documentar decenas de exhumaciones realizadas por los propios familiares sin ningún tipo de preparación forense. Presencié la apertura de la fosa de Al Mahawil, donde había más de 3.000 cuerpos de desaparecidos. Este proyecto fotográfico comenzó a fortalecerse gracias a las increíbles imágenes tomadas en aquellos días caóticos.

Mi primer viaje a Camboya, en noviembre de 1995, me permitió visitar el campo de exterminio de Tuol Sleng. La antigua escuela estaba vacía porque apenas había turistas en un país todavía golpeado por la guerra. Sus paredes fueron testigos de actos de torturas inimaginables. Dos millares de niños perdieron la vida en el penal.

La cobertura de las diferentes guerra balcánicas entre 1991 y 2000 me permitió enfrentarme al drama de los desaparecidos en la trastienda de la Europa comunitaria. Durante los últimos años he presenciado varias veces los funerales masivos en la localidad bosnia de Potocari que se celebran cada 11 de julio y donde se entierran a las víctimas identificadas de la matanza de Srebrenica.

Hasta hace dos años los desaparecidos españoles no eran un objetivo de este proyecto. El cambio de postura se produjo tras una entrevista realizada por una compañera de la agencia EFE a finales de 2008 coincidiendo con la inauguración de mi exposición Vidas Minadas 10 años en la sede de la UNESCO en París.

Poco antes de finalizarla se interesó por mi siguiente proyecto. Apenas había empezado a explicarle que estaba documentando la tragedia de los desaparecidos cuando me preguntó: «¿En España?» Le contesté que nunca había trabajado en mi país, pero que el proyecto abarcaba casi una decena de países de tres continentes. Me quedé de piedra cuando me lanzó a bocajarro: «Me parece una excusa». Intenté convencerla de la bondad de mi sistema de trabajo, pero ella no dio su brazo a torcer. Al concluir la conversación comencé a darle vueltas como sólo lo hacen las personas obsesivas como yo.

Unos días después empecé a buscar contactos. Me entrevisté con responsables de las agrupaciones de familiares de desaparecidos en León, Madrid, Sevilla, Pamplona, Zaragoza, Barcelona y Tarragona. En pocos meses acumulaba tanta información que decidí incluir España como epílogo del proyecto. Documenté exhumaciones, identificaciones y entregas de restos a los familiares.

El País.

… Vs Cristina García Rodero


Isabel Muñoz, García-Alix, Rafael Trobat y Gervasio Sánchez hablan de Cristina García Rodero a propósito de su entrada en Magnum el año pasado.