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‘Cuando las fotografías nos parecen falsas’ por Rosa Montero

Cuando las fotografías nos parecen falsas

Rosa Montero

Me está sucediendo algo un poco raro con las fotos: cuando abro el periódico cada día y se me desparraman las coloridas instantáneas por encima de las manos, al primer golpe de vista casi siempre me parecen falsas. Es decir, fotogramas de una película, puro simulacro. No es que sospeche de verdad que sean un montaje, no se trata de un pensamiento articulado, sino sólo de una sensación fugitiva pero clara, de una primera impresión que me veo obligada a corregir conscientemente. Y así, tengo que decirme: no, no es una escena de un telefilm, esa sangre tan increíblemente brillante, tan de titanlux, que embadurna la camiseta de ese cadáver tan estéticamente tirado sobre el suelo, es sangre real y ha salido del interior de ese muerto auténtico.

Esto que acabo de describir me pasó concretamente hace un par de meses ante la imagen espectacular de una víctima de las revueltas egipcias. Y quizá sea ésa una de las causas que originan la sensación de falsedad: que las fotos ¡suelen ser tan espectaculares, tan buenas, tan bellas incluso en el retrato del horror! Entiéndanme: me encanta el arte de la fotografía y no me quejo de que tengan calidad, antes al contrario. Pero lo cierto es que somos las primeras generaciones de humanos que estamos viviendo inmersos en un mundo de imágenes. Una catarata de estímulos visuales cae sobre nosotros cada día, como nunca jamás antes tuvo que experimentar la Humanidad; y sin duda esa vivencia nos está alterando de algún modo nuestra relación con el mundo.

Sobre todo porque gran parte de esa lluviavisual está formada por realidades ficticias: las películas, los anuncios publicitarios, los telefilms… No es de extrañar que las fronteras entre lo documental y lo fingido nos resulten resbaladizas. De manera algo perversa, estamos empezando a valorar más lo artificial que lo verdadero. Ya lo señalaba hace unos años mi querida y admirada Maitena en una de sus páginas cómicas: cuando queremos alabar la belleza de unas rosas, decimos que parecen de plástico; para resaltar la hermosura de un bebé, comentamos que es como de anuncio de televisión; si pretendemos ensalzar un paisaje natural, explicamos que es como de película… Vivimos en la apoteosis de la falsedad. Sólo las fotografías en blanco y negro siguen ofreciente una persistente sensación de autenticidad, porque hoy el mundo visual es en color, y porque el blanco y negro nos remite a un tiempo pasado en el que las imágenes no eran tan preponderantes en nuestra vida.

Por otro lado, entiendo el relativo consuelo que las buenas fotografías nos proporcionan. Al encerrar la realidad, caótica, espantosa, incomprensible e hiriente, en el marco definido de una instantánea, y al otorgarle una perspectiva y una cualidad estética, estamos rescatando y redimiendo con belleza el ciego horror. El arte hace eso, ordena el mundo y le confiere una apariencia de sentido.

Sea como fuere, hay fotos impactantes que cuentan historias muy complejas. A veces me quedo horas contemplando alguna. Como la que salió en EL PAÍS el pasado jueves 30 de junio… Una instantánea de la agencia AFP que mostraba, y reproduzco el pie de foto, a «un grupo de soldados extranjeros abandonando el hotel Intercontinental de Kabul tras participar en la operación contra los talibanes». Era un fotón increíble; fusil en mano, cuatro hombres caminaban hacia el objetivo con ropa militar de asalto, el pecho cruzado de pesados correajes y erizados artilugios bélicos. El único que miraba a cámara era también el único que se había quitado el casco. Un tipo guapo, barbudo, sucio, de pelo largo y pegoteado por el sudor, con unos ojos negros como pozos, conmocionados, un punto enloquecidos, unos ojos sin duda oscurecidos por lo que habían visto. Por un lado de la cara le bajaba un reguero de sangre (¿suya?) y sus dos manos también estaban ensangrentadas: de qué cuerpo sería todo eso. Si te fijabas un poco más, descubrías que uno de los cuatro hombres no llevaba armas ni uniforme, sino ropa normal y un pañuelo árabe al cuello; cubierto con un casco distinto, se tapaba la cara con las manos para que su rostro no fuera capturado por el fotógrafo… Sin duda era un civil afgano que colaboraba con las tropas (¿un guía, un traductor?) y el reconocimiento de sus compatriotas podría significar su muerte… Los otros dos soldados ni se daban cuenta de estar siendo fotografiados: se les veía agotados, sudorosos, acarreando sobre los hombros un peso excesivo, el sucio peso del mundo. La imagen capturaba a la perfección el inevitable salvajismo de la violencia y a una humanidad doliente y desesperada, víctima y verdugo al mismo tiempo. Era una instantánea tan elocuente que parecía el fotograma de una película, como diría Maitena.

El País.

Pie de foto: Lynsey Addario en Libia

Lynsey Addario, Libia, Marzo de 2011

Llevaba en Libia dos semanas fotografiando la insurgencia. Fotos como ésta, de rebeldes sin experiencia siendo atacados con ametralladoras y morteros. El 15 de marzo tres otros periodistas y yo fuimos capturados por las tropas de Gadafi. Nos obligaron a tumbarnos en la tierra y nos apuntaron con sus armas. Suplicábamos por nuestras vidas. Empezaron a manosearme muy agresivamente, a tocarme los pechos y el culo. Después nos ataron, nos vendaron los ojos y nos llevaron de un sitio a otro durante seis días.

Los tres primeros días fueron muy violentos: me golpearon en la cara varias veces y me metieron mano sin parar. En aquel momento era difícil justificar por qué me había metido a mí misma en esta situación. Cuando nuestros captores nos dejaban en paz, hablábamos de qué haríamos si consiguiéremos salir. Yo dije que seguramente me quedaría embarazada, porque he hecho pasar muy malos tragos a mi marido: me secuestraron en Falluja en 2004 y estuve en un coche que volcó pocos meses antes de nuestra boda. Algunos de nosotros nos preguntamos si queríamos seguir trabajando en conflictos, si valía la pena el sufrimiento por el que hacíamos pasar a nuestras familias.

Cuando salimos de esa, me sentí sorprendentemente bien. Habíamos sobrevivido y, cuando se sobrevive, los riesgos este trabajo siempre valen la pena. Luego, unas semanas después, Tim Hetherington y Chris Hondros murieron en Misrata, lo cual me provocó una crisis. Este trabajo requiere mucha habilidad, pero mucho se debe a la suerte. Cuando mueren tus amigos, te preguntas si vale la pena.

Otra de las fotos de la selección que hizo Guardian de fotógrafos de guerra hablando de las fotos que casi les matan. Aquí podéis ver la web de Lynsey Addario.

A lo mejor también te interesa: Pie de foto de Álvaro Ybarra Zavala

Lynsey Addario. Revueltas en Libia

Lynsey Addario

Lynsey Addario, Libia, Marzo de 2011.

Llevaba en Libia dos semanas fotografiando la insurgencia. Fotos como ésta, de rebeldes sin experiencia siendo atacados con ametralladoras y morteros. El 15 de marzo tres otros periodistas y yo fuimos capturados por las tropas de Gadafi. Nos obligaron a tumbarnos en la tierra y nos apuntaron con sus armas. Suplicábamos por nuestras vidas. Empezaron a manosearme muy agresivamente, a tocarme los pechos y el culo. Después nos ataron, nos vendaron los ojos y nos llevaron de un sitio a otro durante seis días.

Los tres primeros días fueron muy violentos: me golpearon en la cara varias veces y me metieron mano sin parar. En aquel momento era difícil justificar por qué me había metido a mí misma en esta situación. Cuando nuestros captores nos dejaban en paz, hablábamos de qué haríamos si consiguiéremos salir. Yo dije que seguramente me quedaría embarazada, porque he hecho pasar muy malos tragos a mi marido: me secuestraron en Falluja en 2004 y estuve en un coche que volcó pocos meses antes de nuestra boda. Algunos de nosotros nos preguntamos si queríamos seguir trabajando en conflictos, si valía la pena el sufrimiento por el que hacíamos pasar a nuestras familias.

Cuando salimos de esa, me sentí sorprendentemente bien. Habíamos sobrevivido y, cuando se sobrevive, los riesgos este trabajo siempre valen la pena. Luego, unas semanas después, Tim Hetherington y Chris Hondros murieron en Misrata, lo cual me provocó una crisis. Este trabajo requiere mucha habilidad, pero mucho se debe a la suerte. Cuando mueren tus amigos, te preguntas si vale la pena.

Otra de las fotos de la selección que hizo Guardian de fotógrafos de guerra hablando de las fotos que casi les matan. Aquí podéis ver la web de Lynsey Addario.

Pie de foto de Álvaro Ybarra Zavala

Álvaro Ybarra Zavala, Congo, Noviembre de 2008. (Getty)

La situación era muy tensa, la gente estaba borracha y agresiva. Estuve con otros dos fotógrafos la mayor parte del tiempo, pero en este momento volví solo a la carretera. Vi a tres soldados fumando, jugando con sus pistolas y me sentí seguro (no sé por qué). Luego vi a un hombre saliendo de detrás de un arbusto con un cuchillo en la boca que sujetaba una mano como si fuera un trofeo. Los soldados empezaron a reír y a disparar al aire. No lo pensé y empecé a hacer fotos. El tipo vino directamente hacia mí. La gente nos rodeó celebrándolo. Pensé “no hagas nada estúpido, simplemente actúa como si fueras parte de esta disparatada fiesta”.

Cuando llegué al hotel, le enseñé la foto a otros fotógrafos. Me dijeron “¿Eres consciente de que te podrían haber matado?” Y la respuesta es: quiero mostrar la mejor y la peor cara de la humanidad. Cada vez que vas a un conflicto ves lo peor. Tenemos que ver lo que hacemos para poder enseñar a las generaciones futuras los errores que hemos cometido. El tío con el cuchillo en la boca es un ser humano como el resto de nosotros. Lo importante es que mostremos de lo que los seres humanos somos capaces. El día que deje de hacer esto con mi fotografía, abandonaré y abriré un restaurante.

La traducción es de un artículo que ha publicado Guardian con historias de varios fotógrafos de guerra. A lo largo de esta semana, iré traduciendo y colgando los que me parecen más interesantes.

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Fotógrafos de guerra

Fotógrafos de guerra

Chris Hondros, Guerra de Liberia, 2003

Fótografos en combate

Se juegan el pellejo en cada disparo. Nos enseñan lo que no queremos ver. Tim Hetherington y Chris Hondros, dos grandes del oficio, han muerto recientemente en Libia. Destacados fotoperiodistas han seleccionado para ‘El País Semanal’ una de sus imágenes más icónicas. A partir de ellas reflexionan sobre los desastres de la guerra.

Con 17 conflictos armados en la retina y una exitosa trayectoria, la estadounidense Corinne Dufka dejó para siempre el fotoperiodismo en 1998. El 7 de agosto de ese año subió a un avión desde Nairobi (Kenia) para viajar hasta las entrañas de la segunda guerra de Congo. Al poco de iniciar el vuelo, una bomba estallaba junto a la embajada estadounidense en la capital keniana. El brutal atentado, atribuido a Al Qaeda, provocó la muerte de más de 200 personas. Miles resultaron heridas. Dufka aterrizó en Congo y al conocer la noticia hizo todo lo posible por regresar a Nairobi. Pero llegó 12 horas más tarde del suceso. Perdió la historia. No pudo mandar una sola foto a la agencia para la que trabajaba. Estaba tan frustrada que se descubrió a sí misma incapaz de manifestar sentimiento piadoso alguno hacia las víctimas de la matanza. Enfilaba una senda peligrosa. Había perdido el control. Su mirada llevaba demasiado tiempo sobreexpuesta a la sangre humana. Unos días más tarde, la roca se desmoronó. Rompió a llorar mientras veía por televisión un reportaje sobre personas que quedaron ciegas por el impacto de cristales en sus ojos a causa de la explosión. Y se dijo: «Me salgo. Punto y final».

Jugarse el pellejo no es el único peaje que abonan quienes se dedican a retratar el horror. Hay que estar dispuesto a mirar. Y asumir las consecuencias. El alma paga un precio. Un reportero en zona de conflicto sabe lo que busca, pero nunca está preparado del todo para lo que va a presenciar. De todos los testigos de la cruda realidad belicosa, el fotógrafo -y el camarógrafo televisivo, pero esa es otra apasionante historia- es el único que no puede mirar hacia otro lado en ningún momento. Son nuestros ojos sobre el terreno. Nos enseñan lo que no queremos ver. La prueba irrefutable de los estragos de la violencia. Concentran su mirada en el pequeño visor de la cámara mientras llueven las balas. Prestan a veces más atención al encuadre que a su propia seguridad.

Gervasio Sánchez

Al miedo físico hay que añadir los fantasmas de la memoria. El cordobés Gervasio Sánchez -premio, entre otros, Nacional de Fotografía y Ortega y Gasset de Periodismo- asegura que nunca necesitó ir a un psicólogo. Ha documentado conflictos armados en medio mundo y emplea como bálsamo espiritual una simple receta: «Reencontrarme con los que un día fotografié en momentos y lugares de guerra. Saber que han sobrevivido, volver a verles y comprobar que las historias perduran más allá de las imágenes».

Poco han cambiado las reglas de este oficio desde que André Friedmann, más conocido como Robert Capa para mayor gloria del fotoperiodismo, proclamase la archiconocida necesidad de estar cerca de las historias para poder atrapar instantáneas suficientemente buenas. A pesar de considerar a Capa el primer gran fotógrafo de guerra de la era moderna, los historiadores coinciden en catalogar como pionero en la materia al británico Roger Fenton por su cobertura de la guerra de Crimea a comienzos de 1855. Como argumentaba Susan Sontag en su ensayo Ante el dolor de los demás (Alfaguara), «desde que se inventaron las cámaras en 1839, la fotografía ha acompañado a la muerte».

Roger Fenton, Gerra de Crimea

Muchos de los mejores del gremio detestan el apelativo «fotógrafo de guerra». Es el caso de una vaca sagrada llamada Don McCullin (Reino Unido, 1935), hoy retirado. A Gervasio Sánchez tampoco le hace mucha gracia: «No me considero como tal por respeto a mis compañeros muertos cuando hacían periodismo puro, alejado de la basura de intereses políticos y económicos. Simplemente, vamos a lugares donde suceden grandes tragedias. No necesitamos que se nos considere especiales». Una leyenda viva como James Nachtwey asume, en cambio, la etiqueta. Desde Afganistán explica por qué: «Cuando tomé la decisión de dedicarme a la fotografía fue para ser fotógrafo de guerra».

Como quiera que se llamen los integrantes de esta tribu indomable, la única certeza es su permanente contacto con la muerte. Un roce demasiado intenso. Recientemente vimos correr ríos de tinta en la prensa occidental tras los fallecimientos en Libia del británico Tim Hetherington, de 40 años, y el estadounidense Chris Hondros, de 41. Fotorreporteros de reconocido prestigio, ambos han pasado a engrosar la veintena de periodistas caídos en el ejercicio de su profesión en lo que va de año, según el Committee to Protect Journalists (www.cpj.org). Nada nuevo bajo el sol. Seguirá ocurriendo mientras exista alguien dispuesto a testimoniar las contiendas y sus consecuencias. ¿Pero son capaces de provocar este tipo de imágenes algún cambio en el devenir de la humanidad? Don McCullin está convencido de lo contrario. Al teléfono desde su retiro en Somerset (Reino Unido), aclara: «Desde niño he visto este tipo de fotos, y nada ha cambiado en 60 años respecto a la guerra». James Nachtwey prefiere, sin embargo, mostrar más optimismo: «La fotografía de guerra tiene la posibilidad no solo de documentar la historia, sino de cambiar el curso de la historia. Es una herramienta para analizar la sociedad críticamente, un elemento importante en el factor de cambio».

Chris Hondros, Guerra de Irak, 2005

En una era de sobresaturación de imágenes, todos los protagonistas de estas páginas coinciden en destacar la supremacía del impacto visual que la fotografía mantiene respecto al vídeo. Benjamin Lowy, curtido en la guerra de Irak, asegura que «nuestra memoria no procesa vídeos, sino imágenes congeladas». Y elige dos iconos del desastre armado para rematar su argumento: «Tenemos grabada la instantánea de la muchacha corriendo desnuda achicharrada por el napalm en Vietnam. O la foto que Chris Hondros tomó a la niña iraquí de seis años empapada en la sangre de sus padres tras ser ejecutados por soldados estadounidenses». Aquí se plantea otro dilema: ¿hasta dónde enseñar?, ¿dónde está el límite de nuestra capacidad de mirar?

«Hay que mostrarlo todo, pero con un lenguaje más sofisticado», propone y predica con el ejemplo el jerezano Emilio Morenatti, miembro de la agencia Associated Press. «La foto del niño rodeado de moscas… Ya estamos anestesiados al respecto. Esas imágenes ya no llegan». Morenatti resultó herido en Afganistán por la explosión de una mina antitanque en 2009 mientras patrullaba empotrado con una unidad del Ejército estadounidense. Sufrió la amputación de la pierna izquierda por debajo de la rodilla, pero sigue considerando un privilegio poder contar la guerra, «lo peor del ser humano». «Aunque en lugar de estar en el frente, preferiría ir a la segunda línea. Y que el tipo de foto que he elegido para este reportaje sea la prioridad: buscar una imagen más icónica de la tragedia».

Emilio Morenatti, mujeres paquistaníes luchando por alimentos básicos. Paquistán, 2005.

El trabajo de Morenatti puede verse ahora junto al de otros destacados compatriotas en la recopilación elaborada por Rafael Moreno y Alfonso Bauluz para la editorial Turner bajo el título de Fotoperiodistas de guerra españoles. Un libro que recupera obras de pioneros como Enrique Facio y analiza la obra de los más actuales Enrique Meneses, Javier Bauluz, Santiago Lyon, Enric Martí o Sandra Balcells, además de rendir merecido homenaje a algunos de los caídos: Juantxu Rodríguez, reportero de EL PAÍS abatido en 1989 durante la invasión de Panamá; Jordi Pujol, del diario Avui, muerto en 1992, a los 25 años, en Sarajevo; y Luis Valtueña, fallecido en 1997, a los 33 años, cerca de la ciudad ruandesa de Ruhengeri.

La memoria de los muertos en acto de servicio aviva las ansias de los que quieren seguir mirando por todos nosotros a través de las cámaras. El veterano Don McCullin muestra preocupación desde su retiro por lo que considera uno de los males de este oficio en la actualidad: «Los ejércitos controlan mucho a los medios. Y por otra parte, los periódicos parecen hoy más interesados por las celebridades y el fútbol. Están vendiendo su integridad, desdibujando su naturaleza como espacio donde encontrar la auténtica verdad». Menos apocalíptico, dispuesto a seguir retratando el horror pase lo que pase, Benjamin Lowy asegura haber aprendido algo en el frente: «Los seres humanos nunca han dejado de batallar. Siempre lo harán. Por eso es importante documentar la guerra. Para saber lo que el hombre es capaz de hacer en nombre de cosas como el dinero, por ejemplo».

Quino Petit, El País.

Nick Ut, Guerra de Vietnam, 1972.

 

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Entrevista a Joao Silva

El día 26 de Febrero cumpliremos un año en wordpress, así que para celebrarlo, esta semana vamos a hacer un especial de las 5 entradas más vistas.

En el quinto puesto está el Bang Bang Club con 2.278 visitas, así que aquí tenéis una entrevista con Joao Silva. Está hecha un año antes del accidente, en 2009.  Espero que os resulte interesante.

Joao Silva por Jerome Delay. AP.

Actuando a pesar del miedo

Greg y Leonie Marinovich, amigos de Joao Silva han creado un fondo y una web, Support Joao Silva Photojournalist, para ayudar al Señor Silva y a su familia a lo largo de la rehabilitación. Han conseguido dinero con una respuesta rotunda de las donaciones y de las ventas de copias de Silva. “No sabemos si seguirá haciendo fotos pero lo que está claro es que no podrá volver a las zonas en guerra” dicen los Marinovich. “Calculamos que no podrá trabajar en unos dos años”

Joao Silva, de 44 años, es un fotógrafo de The New York Times que fue gravemente herido el sábado (23 de Octubre de 2010) cuando pisó una mina en Afganistán. Se despertó de la anestesia en us hospital alemán el lunes. Pudo hablar con su mujer y otras personas de la habitación.

La siguiente entrevista se la hizo Michael Lamber, también fotógrafo de conflictos bélicos,  el 9 de diciembre de 2009 en Bagdad. Está trabajando en un libro sobre el fotoperiodismo y la fotografía de guerra. Esta versión resumida de su conversación comienza con Joao Silva contando su experiencia.

Nací en Lisboa. Mis padres emigraron de Portugal a África cuando era muy pequeño. Vivimos en Mozambique durante unos años. Llegó la independencia y la guerra civil era inminente, así que emigraron a Sudáfrica. Crecí allí, en la clase trabajadora. No fui a la universidad  Dejé el instituto por voluntad propia. Era un chico rebelde, no me llevaba bien con la autoridad. Dicho en pocas palabras.

¿Cómo te convertiste en fotógrafo?
Me hice fotógrafo a final de los ochenta por accidente. Un amigo estudiaba diseño gráfico. Una de sus asignaturas era fotografía. Lo acompañé un día que fue a tomar fotos. En ese momento me di cuenta de que quería ser fotógrafo.

Lo supiste inmadiatamente.
Lo supe inmediatamente. Y también super que no quería hacer fotografía de moda o de arquitectura. Sabía que quería estar en el filo de la historia. Así que de ese momento en adelante, fue fácil porque Sudáfrica estaba pasando por una transición. El apartheid del gobierno estaba llegando a su fin porque había mucha actividad política -violencia política- y era un punto de partida perfecto. Ése fue mi campo de entrenamiento. Era todo muy cercano y personal.

¿Para quién empezaste a fotografiar?
Para un pequeño periódico de la comunidad. Realmente no me centraba en nada de lo que ocurría en el distrito segregado porque era sobre todo un periódico blanco para una comunidad blanca. Pero en mi tiempo libre cubría la violencia. Pronto empecé a trabajar de freelance para Reuters. Luego, entré en el periódico sudafricano más importante y tabajé con ellos unos tres años. Después entré en A.P y The Times. Empecé a trabajar de freelance para The Times en 1996. En 2000, me hicieron contrato de fotógrafo. Fue la mejor decisión que tomé nunca. No me puedo quejar.

¿Puedes hablarnos de los años con Kevin Carter y Greg Mainovich, con los que escribiste The Bang Bang Club?

Greg fue el autor principal. Simplemente, éramos un grupo de amigos que cubría lo que pasaba en el país en ese momento. Pasábamos el tiempo juntos y vivíamos juntos. Una revista decidió hacer un artículo sobre nosotros. Ellos acuñaron el término Bang Bang Club. El Bang Bang Club nunca ha existido realmente; fue producto de la imaginación de alguien. Pero el nombre permaneció. Y ya sabes, se ha convertido en realidad en los últimos años con los trágicos eventos del suicidio de Kevin, la muerte de en combate de Ken Oosterbroek y disparo que recibió Greg.

La gente tiene una idea muy equivocada sobre lo que hacemos. De hecho, mucha gente nos ve a los fotógrafos como buitres, que vivimos del sufrimiento de la gente.

Pero ése no es el caso de la mayoría. Realmente hay una necesidad de mostrar lo que está ocurriendo. A veces lo hacemos corriendo un verdadero riesgo. Si estamos en una unidad marina o naval y ellos están recibiendo disparos, nosotros estamos recibiendo disparos. Los soldados con los que vamos nos comprenden. Pero creo que el público en general tiene una idea muy distorsionada de lo que hacemos. Es verdad que a veces somos insensibles. A veces, nos vemos obligados a pisar algunos cadáveres para hacer una foto, o charcos de sangre. Pero haciendo eso, intentamos mostrar al mundo la realidad de la situación a la que nos enfrentamos. Puede que no cambies el mundo con tus imágenes –de hecho, creo que nunca he visto una imagen que haya cambiado el mundo- pero si has cambiado la opinión de alguien, creo que ya has logrado algo.

La mayoría de los fotógrafos que conozco son profesionales realmente comprometidos. No es sólo porque quieras hacer una foto genial potencialmente ganadora del Pulitzer. Esos casos son contados.

Se te ha criticado por cubrir las milicias y también por cubrir el ejército estadounidense.
Básicamente, no puedes ganar. En 2004, cuando cubrí las milicias de Najaf, yo era un “traidor”. Cuando estoy con los soldados y algo va mal,  luego recibo muchos emails de gente que dice que me estoy aprovechando de la muerte de soldados americanos. Es muy difícil mantener a todo el mundo contento. A fin de cuentas, soy fotógrafo. Soy fotorreportero. Intento enseñar la realidad del conflicto. Si puedo hacerlo desde los dos lados del conflicto, lo haré. No soy anti-ejército en absoluto, pero te criticarán hagas lo que hagas. Tengo emails como prueba. Tengo uno de hace un par de meses de un chiflado que decía: “La próxima vez que estés en una zona en guerra, espero que te maten. Y espero que no se te haga corto”.

¿Sientes que cuando nos unimos a las tropas estadounidenses, ya no somos capaces de ser objetivos y mandar fotos duras, porque confiamos en ellos nuestra propia seguridad?
Hay una razón para eso. Si no te riges por sus normas, te van a echar y nunca vas a poder unirte a ellos de nuevo. Si un militar quiere quemarte, te quemará. Tienes que atenerte a sus normas. No es lo ideal. Pero es por un motivo.

¿Hay fotos que no mandaste porque pensaste que a los militares les molestarían?
No.

¿Piensas que el mundo a través de tus fotos tiene una idea precisa de lo que es la guerra? ¿O sientes que las fotos que mandaste imprimir no transmitían realmente lo que querías mostrar?
Esa es una pregunta tendenciosa porque implica que tenemos que mostrar nuestra propia visión de la guerra. Esa nunca debe ser nuestra motivación. Nuestro papel tendría que ser el de documentar lo que vemos, hacer la mejor foto que podamos. Ése es nuestro trabajo. Los editores tienen sus propias necesidades, su propio punto de vista y sus propios requisitos sobre una historia en particular. Ellos usarán la foto que les parezca.

No vine a esta guerra –ni a ninguna- con un plan predeterminado. La última vez que me propuse un plan podría haber sido en Sudáfrica a principios de los 90, con el fin del apartheid. Intento mantenerme frío y mostrar lo que realmente está pasando. En momentos en los que puedo mostrarlo desde todos los puntos de vista –amigos, enemigos, civiles, inocentes- entonces lo hago.

Somos seres humanos y llevamos todos nuestros pensamientos con la cámara. La cámara no flota y hace sus propias fotografías. Siempre es nuestra representación. Siempre es lo que somos, lo que vemos y lo que creemos que es importante.

¿Cómo te enfrentas al miedo? ¿O el miedo no es algo de lo que tengas que preocuparte?
Buena pregunta. Creo que toda la cuestión del miedo se exagera. En algún momento u otro, todos tenemos miedo. Lo que importa es el cómo se manifiesta ese miedo. Cuando te enfrentas a una nueva situación, hay ciertas cosas desconocidas y cierta de ansiedad relacionada con ellas. Pero una vez que estás dentro, sigues adelante. A medida que sigues adelante, te enfrentas a cada nueva incógnita. Simplemente, luchas contra ello. Si llegas a un punto en el que piensas que no puedes controlarlo más, sencillamente no sigues adelante.

El miedo es algo real. Lo que importa es actuar a pesar del miedo. No creo que nadie en este trabajo no haya tenido miedo o haya sentido una cierta ansiedad sobre lo que estaba haciendo. Ni siquiera sé cómo llamarlo, pero creo que todos lo sentimos. Es normal.

Pero para ti se trata simplemente de manejarlo.
Ni siquiera me planteo tratar de manejar el miedo. Lo veo como un mecanismo. Como una herramienta. Cuando te ataca el miedo, coges de él lo que te presenta y tomas una decisión. No es malo. Si no fuese por el miedo, podrías andar directo hacia una lluvia de balas. Nadie hace eso. El miedo te previene de hacer eso. Es capaz de funcionar y tomar decisiones mientras lo sientes. Ni siquiera lo llamaría miedo. Lo llamaría incertidumbre. Es el miedo a lo desconocido.

Te montas en un Humvee, vas a una patrulla y hay un I.E.D. (artefacto explosivo) potencial. Eso es miedo. Hay miedo a la posibilidad de que pase algo. Pero lo racionalizas, sigues adelante y lo haces. Luego, si algo va mal ¿qué pasa? ¿simplemente te paralizas o te lo tragas y haces lo que tengas que hacer a pesar de él? Si eres realmente miedoso, simplemente no te dedicas a esto. Simplemente, no vienes a Irak, no vienes a Afganistán, no vas a Liberia. No vas. Si el miedo es todo lo que eres entonces quédate en casa. Así que sí, tenemos miedo. El miedo es importante.

¿Tengo miedo cuando hay despojos humanos volando a mi alrededor? ¿Corro cuando hay despojos volando a mi alrededor? Sí. ¡Corro lo más rápido que puedo! Quizás intento tomar una foto mientras corro pero aún así sigo corriendo. Mi mente no para de pensar cuando tengo miedo.

Bagdad

Es probable que hayas fotografiado más combates que cualquier persona viva. Has arriesgado tu vida probablemente mil veces.
Eso es una exageración. Como sabes, la mayoría es monotonía –con unos cuantos momentos de  una energía insana total. Luego se acaba. Y vuelves a la vida mundana. La mayoría de lo que hacemos es un aburrimiento. Tomo las oportunidades cada día. Tomo las oportunidades cada vez que vuelvo a casa y conduzco mi moto.

Cuando no estás en Irak, ¿estás en casa haciendo carreras de motos?
Ya no hago más carreras. Sigo montando en moto y sigo llevándolas a circuitos, pero no hago carreras.  He crecido desde mi último gran accidente.

¿Dice la gente que eres un yonki de la adrenalina?
La gente disfruta haciendo puenting. La gente salta de aviones. ¿Eso no es estúpido? Por lo menos, yo tengo un motivo. No hay adrenalina en pisar cadáveres para intentar mostrar la realidad de una masacre.

¿Pero piensas que la gente considera que estamos ligeramente fuera de control?
Mucha gente está agradecida por lo que hacemos. Recibo muchos mensajes de gente diciendo que mostramos un mundo que ellos no pueden ver de primera mano.

¿Es el motivo por el que lo haces?
Antes que nada, tengo una familia a la que mantener. Pero en resumidas cuentas, siento una cierta obligación como periodista de ser testigo de estas cosas y documentar lo que pueda. Creo que el mensaje es importante. No creo siempre que el mensaje. sea importante Ni creo necesariamente que el mensaje haga bien o que cambie la mente de alguien. Pero creo que es importante.

Hay más y más guerras. No se ve el final.
No habrá un final de la guerras mientras los humanos sigamos vivos. Quizás se acabe el presupuesto para mandarnos a las guerras. De hecho, con la situación económica actual, podría llegar más bien pronto.

¿Te consideras una persona valiente?
No, no especialmente. ¿Qué es valentía? No sé de nada valiente que haya hecho aparte de meterme en una situación peligrosa para hacer fotos. Hay gente que hace cosas mucho mas heroicas de lo que nunca llegaré a hacer. He sido testigo de muchos de esas acciones, así que ¿cómo iba a pensar en mí mismo en esos términos, sabiendo que lo que he hecho ha sido fotografiar a alguien siendo realmente valiente?

¿Cuántos amigos y colegas has perdido a lo largo de los años?
Ha habido mucha gente que he conocido en algún momento. Pero si hablamos de amigos cercanos, diría que tres en combate y dos suicidios.

Probablemente conozco a 10 o 12 que han muerto, pero amigos cercanos, unos dos o tres.
Todos cruzamos nuestros caminos en algún momento. Llegas a un punto en este sector en el que todos compartimos algo, un cigarrillo o un “hey, se me ha acabado la batería. ¿Me prestas una?”

Desde luego, no quiero salir herido. Evidentemente, no quiero que me maten. Y pienso en esos poderosos procesos mentales que te ayudan a decidir qué hacer y qué no. O qué lejos deberías llegar o no forzar las cosas.  Pero no tenemos control sobre el destino dentro de un Humvee, cuando una bomba estalla en el andén de la carretera. No tienes control cuando estás cubriendo un incendio y algo cae del cielo justo a tu lado. Es muy complicado.
Realmente no hay un deseo de morir. Tengo muchas cosas por las que vivir. No se trata de tener el deseo de morir. La vida está bien; la vida está muy bien. Pero he visto tanta gente que ha sido herida que no puedo excluir la posibilidad que me llegue mi turno algún día. Puede salir mi número o puede que no salga nunca. Hay fotoperiodistas que están vivos y sanos y continúan haciendo esto saliendo ilesos.

Prisioneros en Malawi

¿Crees que seguirás cubriendo combates durante el resto de tu carrera?
No lo sé. He estado haciendo esto durante mucho tiempo. Tengo dos hijos. Cuando nació mi hija, me hice la promesa de que si algo me daba mala espina, me alejaría. Me tomé unos tres meses de vacaciones cuando nació. Después me volví a Irak de nuevo. Ya sabes que en realidad es que el 90 por cierto del tiempo no estás en combate. Los momentos de locura son muy contados.

¿Hay algún truco para mantenerse a salvo?
Todo lo que te puedo decir es: pura suerte. A Ken Oosterbroek lo mataron. Podría haber sido yo. A Greg Marinovich lo han herido otras 3 veces desde entonces. En cada ocasión, yo estaba a su lado. Siempre me las he arreglado para salir ileso. He tenido mucha mucha suerte. La verdad es que no sé si hay alguna fórmula para mantenerse a salvo.

¿Alguna vez te preocupas?
Realmente no gasto ningún tipo de energía pensando en eso. Diciendo que quiero ir a casa con mis hijos. Ésa es la cuestión. El primer premio es ir a casa. Olvídate de los premios fotográficos y todo eso. El primer premio es ir a casa.
No tenemos por qué estar aquí. Podíamos estar ganando dinero trabajando en una empresa. Ganando dinero de verdad.

Nosotros hacemos bien hasta un cierto punto. Cogemos algo del sufrimiento de la gente. Tomamos imágenes geniales, nuestros jefes nos dan golpecitos en la espalda y los medios escriben sobre nosotros. Pero al final, pagamos un precio.  La cámara no es una fortaleza. Lo sientes cuando una madre llora sobre su hijo muerto. Sientes la emoción. No puedes desconectarte de todo eso. Trabajas porque eso es lo que necesitas. Pero aún así, hay consecuencias; todavía quedan restos de emoción que se construyen en tu mente y nunca desaparecen.

El proceso real de hacer fotos es muy simple. Pero el proceso intelectual es muy complejo. La razón por la que lo hacemos es compleja. No hay forma de simplificarlo. No somos máquinas. Tienes que vivir contigo mismo después de todo. Vamos a las zonas en guerra, vemos el sufrimiento de la gente. Es casi innatural. Se ha convertido en una norma aceptada en la sociedad porque registramos la historia. Pero la mayoría de la gente me dice que no podrían hacer lo que nosotros hacemos.

¿Cómo podrías soportar hacer una foto mientras alguien sufre? La gente quiere una respuesta simple y concisa.  Pero no existe una respuesta sencilla de una sola frase. Pero uno tiene que creer que está allí por una razón mayor.

Eddie Adams

De Vietnam, está clásica foto hecha por Eddie Adams del jefe de policía disparando en la cabeza a un prisionero del Viet Cong y la de Nick Ut de la niña corriendo desnuda después de un ataque de napalm. La gente dice que no ha salido ninguna foto clásica de Irak.
Hay una sobrecarga sensorial, de eso no hay duda. La razón por la que los fotógrafos no son reconocidos es porque hay muchísimos. En  Vietnam, hubo esos momentos clave porque los medios estaban limitados. En Irak, esas imágenes icónicas simplemente desaparecen porque hoy hay una imagen icónica y mañana habrá otra.

Has hecho al menos una docena de viajes a Irak, ¿por qué sigues volviendo?
Es una buena pregunta. Las cosas han cambiado mucho. Ahora es muy difícil trabajar aquí. Pero en definitiva,  ésta es la historia y es importante que haya alguien aquí para cubrirla. Siento la obligación como fotoperiodista de estar aquí. Pero para ser sincero, ya no es tan fuerte.

¿Piensas que ésta pueda ser tu última vez?
Hace un año dije que sería la última. Para ser honesto, estuve un año fuera antes de volver. Así que ya veremos.

Afganistán es importante para mí. La primera vez que fui, fue durante la primera guerra civil, que fue hace mucho tiempo. Creo que me centré más que en Irak. He alcanzado un punto de saturación, en el sentido de que en Irak cada vez es más difícil trabajar como fotoperiodista. Realmente he intentado mostrar todo lo que era capaz en el tiempo que he estado aquí. Así que si decido no volver, podré vivir con ello.

Prisioneros en Malawi

Traducción de una entrevista publicada en Lens.

Por suerte, se recupera bien del accidente y ya vuelve a andar.

Enrique Meneses Vs Gervasio Sánchez.

Gervasio, el san bernardo de los desaparecidos

Estábamos sentados junto al piano de cola de aquel comedor del Holiday Inn.  Era  un sábado cualquiera de julio de 1993, en Sarajevo sitiado. Una veintena de mesas, velas, ruidosos periodistas americanos en un par de mesas juntadas. Con ellos guapísimas chicas, casi todas estudiantas que dominaban el  inglés y que comían con los informadores más ricos de aquel salón lleno de periodistas. Nosotros también necesitábamos transporte e interpretes pero con otras tarifas. La comida servida procedía del mercado negro pero también guisqui que los americanos pedían a 100 dólares la botella .

Al fondo del comedor, un enorme cortinaje negro cubría lo que debió ser una fantástica vista, nunca supe qué se veía. Del otro lado del cortinon, los serbios. De espalda a ellos, en aquel comedor, Susan Sontag, con sus 60 años, a la que venía a dar un beso su hijo David Rieff, también periodista. En nuestra mesa redonda, Gervasio Sánchez, Alfonso Armada y yo además de un italiano que partía al día siguiente. Hablábamos de lo que hablan los periodistas en zona de guerra, de las ganas de terminar el trabajo, de lo que cada cual ha visto durante el día en tal o cual barrio de la ciudad. La visita al Hospital Kosovo para contar muertos y heridos, victimas de los francotiradores, charlar con  los cirujanos con mascarilla desgastada y casco de minero para iluminar la mesa de operaciones. “No tenemos anestesia. Lo que más hacemos es amputaciones de miembros. Están naciendo más niños que antes de la guerra”. El desafío de la vida ante la muerte, dije cuando supe el dato. “Y la falta de electricidad y televisión” me completó una joven enfermera.

Hablábamos  de nuestros recuerdos de otras zonas de conflicto. Mis jóvenes compañeros veían en mi veteranía una confirmación de que lo que hacíamos es la profesión más bella del mundo y, en algunos momentos, la más peligrosa. Cuando contaba a mis compañeros que yo fui el único periodista español del lado egipcio cuando Israel, Francia y Gran Bretaña atacaban por todos los frentes, en Octubre de 1956, no podían creer que ya había estado en la guerra del Canal de Súez, 37 años antes, cuando ninguno de ellos había nacido.

Yo había estado varios años siendo editor o con programas de radio y televisión alejado del riesgo. Yo era un desconocido en las facultades de Periodismo y Gervasio y Alfonso se escandalizaban. ¿Por qué deberían haber hablado de mi?  me preguntaba yo.Los criterios académicos y la realidad del periodismo son como el agua y el aceite. Mi reportaje de Fidel Castro y el Che en  Sierra Maestra les fascinaba y sentían vértigo al pensar que hacía cuatro décadas que yo había bajado de aquella montañas  de Cuba.

Nos despedimos prometiendo volver a encontrarnos en Madrid. Ser freelance no te permite aguantar demasiado en zona de guerra. Cien dólares diarios de hotel, cien de estudiante-interprete y otros cien del coche ,de otro universitario ,es mucho dinero cuando solo tienes la seguridad de que lo recuperarás si tu trabajo es satisfactorio. Mi acreditación era de “Tiempo” y acabé vendiéndoselo a “Diario 16″.  Pero vivir en la inseguridad, en esta profesión,  es vivir. Y aquel sábado, como si estuviésemos en una película de Fellini, con el ruido de fondo no tan lejano, de ametralladoras y morteros, apareció un pianista de frac, se sentó al piano y empezó a deleitarnos con Chopin y Strauss. Me sentí en pleno Imperio austro-húngaro. antes de que aquí, en Sarajevo, Gavrilo Princip asesinara al archiduque Francisco Fernando de Austria y su esposa, Sofía Chotek, y comenzase la Primera Guerra Mundial.

Desde aquel encuentro nuestro, Gervasio ha seguido un camino inédito en el mundo del periodismo y de la investigación: Se interesó por los “después” de las guerras. ¿Que había sido de aquella mujer que  perdió a su hijo en la masacre del Mercado de Sarajevo? ¿Se habría casado aquella muchacha que lloraba junto al novio herido? Buscar la Historia del después es, a veces, reconfortante ver cómo el ser humano caído se levanta y anda, con ortopedia o simples muletas, pero anda. Y los desaparecidos de Argentina, Chile, Colombia, Laos, Irak aparecen en modestas fotos que sujetan sus deudos con paciencia de siglos.

Ahora en España la gente puede ver y escuchar en exposiciones y conferencias, lo que es la misión de Gervasio, este buen samaritano, este perro San Bernardo que pacientemente reconstruye vidas e intenta minorar el dolor de las víctimas de la guerra. Al  senequismo cordobés unió Gervas la tozudez maña tras su matrimonio con Carmen “Choco” y tener a Diego al que ha educado llevándolo a los campos de batalla de Sierra Leona, Laos, Sarajevo, Kosovo o Tinduf,  para enseñarle el daño que han hecho, después de las guerras, las bombas de racimo, esas pequeñas pelotas de golf de  colores vivos y que salen por millares de las bombas portadoras.  Termina la contienda y esas pelotitas  siguen segando miembros de niños que las encuentran y quieren jugar con ellas, los campesinos arando sus campos. Para ellos la guerra no termina nunca.

El hombre que más ha hecho porque se prohibiese la fabricación y venta de esas armas, ha sido “Gerva”, el periodista que documenta y hace visibles los familiares que tienen desaparecidos, el mismo que lucha contra el empleo de niños y niñas como soldados en las guerras africanas. Gervasio Sánchez tiene un Seminario de Periodismo Humano en Albarracín, todos los otoños. Estuve en el de 2001 y ahora al cumplirse 10 años de estos encuentros veteranos y novatos.. Se han presentado 300 jóvenes periodistas y otros 60 fueron rechazados porque Albarracín tiene 1.300 habitantes y no puede alojar a más de 300.

De vez en cuando, hojeo los magníficos libros de Gervas, publicados por Blume, mientras escucho las czardas de Monti al piano y recuerdo aquel sábado mágico de julio de 1993, hace ya… ¡17 años!

Blog de Enrique Meneses.

Greg Marinovich habla de su amigo Joao Silva.

Traducción de un artículo que Greg Marinovich ha colgado en su blog.

Kevin Carter (derecha), Joao Silva (centro) y Gary Bernard después de la muerte de Abdul Sharif en Kathlehong el 9 de enero de 1994. Kevin y Gary se suicidaron. (Foto de Mykal Nicolau)

Joao Silva es el más valiente y con más coraje de los fotorreporteros contemporáneos. Sin excepción.

Tiene inclinación por el peligro y el riesgo pero nunca es imprudente. Y menos en las numerosas  zonas en guerra que cubre. Aunque cuando estás detrás de la rueda de un coche o subido a una moto, mientras menos hables, mejor.

Él es un humanista, con una discreta y subestimada empatía por cada persona que conoce, que fotografía o con quien cruza unas palabras. Generoso y divertido, hace fotografías que son elegíacas, elegantes e importantes documentos de vidas arriesgadas, vidas queridas y vidas perdidas.

Mi hijo Luc, de 5 años, seguido de cerca por Madeline, de 4, ha entrado mientras escribía esto. Ellos piensan que Joao es el mejor. Nota: todos los niños y animales piensan que Joao es el mejor.

Luc me ha mirado solemnemente y me ha dicho, “Siempre que te han disparado, ¿estaba Joao allí para ayudarte?”

Sí, he contestado, y sentí un chorro de lágrimas y un nudo en la garganta. Luc vino y me abrazó fuerte, “yo también estoy triste, papá” me dijo entre sollozos.

Madeline, que estaba detrás, cogió su pañuelo y dijo “le lavaré las piernas para parar la sangre. Esta tela es muy suave”.

El sábado 23, a miles de millas de mí, mi mejor amigo y hermano del alma, perdió la parte inferior de ambas piernas por culpa de una mina antipersonal mientras seguía a las tropas estadounidenses que estaban de patrulla de limpieza de minas. En medio de lo sólo un mutilado puede imaginar, Joao pidió su cámara para hacer fotos de sus heridas. Joao está ahora en Alemania, en el hospital militar de Estados Unidos y está estable.

Joao estaba en Afganistán para el New York Times, quien le ha contratado de fotógrafo durante muchos años.

Afgano disparando cerca de Charikar en 1999. Joao Silva haciendo una foto a la derecha. (Foto de Greg Marinovich)

Entrevista a Don McCullin.

Esta es una entrevista publicada en el periódico argentino La Nación el 18 de julio de 2004. Es muy larga así que le he quitado un poco de paja.

Don McCullin por Wattie Cheung, 2006.

(…)

-¿Piensa seguir trabajando en los frentes de guerra?
-No creo que vuelva a hacerlo. No es para mi edad. Voy a cumplir sesenta y nueve años en octubre y tengo una nueva esposa y un nuevo hijo, que acaba de cumplir un año. Estoy harto de la fealdad y del horror de las guerras. (…)

-¿Como fotógrafo usted toma partido?
-Sí. Tomo partido por los oprimidos. Cuando voy a una guerra, siempre leo todos los informes y los libros sobre los problemas que la generaron. Pero cuando se llega a los lugares de combate, es imposible actuar con una mente abierta porque las atrocidades que uno ve hacen que uno se incline por los que han sido agredidos o invadidos, por los débiles. Cuando fui a Beirut y vi a la Falange Cristiana asesinando niños y mujeres, no necesité que nadie me dijera cuál era el partido que debía tomar. Lo que la Falange Cristiana estaba haciendo era criminal, no tenía nada que ver con la política. Una vez asistí a un episodio espantoso en aquella ciudad. Fui testigo de cómo un hombre, en la escalera de su casa, rodeado por su familia, era apuntado por un miembro de la Falange. Recuerdo la mirada de ese hombre que se dirigía a mí para que yo pidiera por su vida. No pude hacer nada. Un soldado cristiano me había dicho: «Si usted toma una foto, lo mato». En ese momento, yo me preguntaba cómo aquel soldado podía llamarse cristiano y matar inocentes en nombre de Dios.

Vietnam, Febrero, 1968.

-¿Cuándo y cómo decidió convertirse en fotógrafo de guerra?

-En primer lugar, ni siquiera sabía en mi juventud que iba a ser fotógrafo. No decidí mi profesión. Crecí en un barrio muy pobre de Londres. No tenía ninguna educación. Dejé el colegio a los quince años. Mi padre murió cuando yo tenía trece y la cólera por su muerte me cegaba. (…) Yo podría haber sido un criminal. Pero una voz me decía que no quería terminar en prisión. Amaba mi libertad. (…)

-Usted estaba condenado a la violencia en su adolescencia, pero pudo evadirse de ella.
-En cierto modo, sí. Mi carrera se inició y se alimentó de violencia. Uno de los chicos que formaban parte de mi grupo se enfrentó a una banda de muchachos. Llegó la policía para separarlos y alguien mató a mi amigo con un cuchillo. (…)Yo había tomado fotos como amateur de ese grupo de amigos, entre los que estaba el asesinado, y entonces las llevé a un diario muy famoso, The Observer. Eso sucedía en 1958. (…) Unas semanas después publicaron media página con mis imágenes. Y, al día siguiente, me ofrecieron un trabajo. Era algo increíble. No sabía nada de fotografía.

-¿Quién le dio la máquina con la que tomó la fotografía de aquella banda?
-La compré durante mi servicio militar, en Kenia. En ese entonces, había una guerra contra los Mau Mau. Las Fuerzas Armadas me enviaron a Nairobi como soldado. Procesaba films, pero no sabía nada de fotografía, ni de reportajes, cuando me contrataron en Londres. Entonces tuve que descubrir en qué consistía mi nueva profesión. Comencé a educarme. Compraba revistas, analizaba los servicios fotográficos, hablaba con fotógrafos importantes, más sofisticados que yo. Así pasaron cuatro años. The Observer me pagaba 20 dólares por dos días de trabajo semanal.

Finsbury Park, Londres, 1958.

Hacía fotos de huelgas de mineros, de problemas en las industrias. Un día llegué a la redacción y me dijeron que había una guerra civil en Chipre. Me preguntaron si estaba dispuesto a ir allí. Sentí que levitaba. Esa era mi gran oportunidad. Estaba muy excitado porque los últimos meses de mi servicio militar los había pasado en Chipre. De modo que conocía muy bien el terreno al que The Observer proponía enviarme. Cubrí muchas batallas y, en particular, una que se desarrolló muy cerca de la base aérea donde yo había servido. Fui el único periodista que pudo llegar allí. Volví a Inglaterra. The Observer publicó mi trabajo que, de inmediato, fue reproducido por Paris Match, Life y otras grandes revistas de la época. Además, gané el premio de Mejor Fotógrafo de Guerra del año. Creo que pude hacer todo aquello porque en ese entonces la excitación que sentía por lo que hacía y lo que me rodeaba era más fuerte que el miedo. Pero debo reconocer que el miedo ha sido mi compañero más próximo durante treinta años.

 

-Usted ha dicho que no está interesado en el aspecto estético de sus fotografías de guerra. Sin embargo, son famosas precisamente porque, aun cuando registra las situaciones más terribles, hay una especie de diseño muy plástico en ellas.
-Hay que tener mucho cuidado con ese aspecto de la fotografía. Por supuesto, uno cuida el encuadre, la luz, pero no debe regodearse en los efectos que hacen una imagen más bella. Mi posición en ese sentido es muy clásica. No tengo el derecho de usar el dolor de la gente para elevar mi oficio a un arte. Tengo una obligación moral respecto de lo que hago y de mi trabajo. Desde luego cuido mis fotografías, pero arriesgo mi vida para tomarlas. De modo que tomo algo de ese dolor, pero también doy algo. Documento el horror.

La vida es paradójica. Fíjese que mi padre tenía un problema que, en cierto modo, me apartaba de él, a pesar de que lo adoraba. El era un jugador. Iba a las carreras. Y yo me decía que no quería ser como él, que jamás jugaría. Hoy me doy cuenta de que, comparado conmigo, mi padre era un inocente. El jugaba dinero, yo he jugado mi vida. Todos los temas que tienen que ver con la moralidad y con las reglas son muy intrincados. Ciertas decisiones son difíciles de mantener. Yo me he preguntado a menudo: «¿Tengo derecho a tomar fotografías de un hombre que va a ser ejecutado?» La respuesta es no, a menos que él me autorice. (…)

-¿Es difícil después de una experiencia semejante volver a la vida normal, a la paz?
-Al principio, cuando uno empieza a cubrir guerras, todo es muy excitante. Uno no se plantea cuestiones morales. Pero a medida que desarrolla su trabajo, a medida que ve matar niños o que los ve agonizar, las cosas se vuelven horribles y entonces surgen los cuestionamientos. Cuando fui a Vietnam, todo me resultaba excitante: las bombas, la selva, los paracaídas, los helicópteros, las explosiones. Era Hollywood. Apocalypse Now. (…) Estuve allí doce días. Cuando me fui, parecía tan loco como los soldados norteamericanos que había fotografiado. Y me preguntaba: ¿qué tiene esto que ver con la fotografía? Después, cuando fui a Africa, llegué a un campo y vi a ochocientos niños que se morían de hambre, entonces me dije: «Despiértate».

Chipre, 1964.

-¿Usted fue herido en una de esas guerras?

-Sí. En Camboya, en los años 70. La esquirla de una de las bombas de los Khmer rojos me hirió en una pierna y me dejó sordo de un oído. Recuerdo que mis compañeros me pusieron en un camión, apilado con muertos y heridos. Un enfermero me inyectó morfina y, de repente, el mundo fue algo maravilloso. Hasta me sentí con fuerza para tomar fotografías de quienes estaban conmigo en el camión. Llegamos a un hospital donde permanecí diez días. También tuve otro accidente en El Salvador. Estaba arriba de un techo y por un bombardeo todo se vino abajo. Tenía una cámara en mi espalda. Mientras me caía tuve tiempo de pensar: «Mi columna vertebral». La cámara me rompió todas las costillas y me hizo pedazos un brazo. Me arrastré hacia otra casa donde había un soldado y una radio. Pasamos toda la noche refugiados allí. Por la mañana, me llevaron a un hospital. Volví a Inglaterra. Durante tres años, no pude levantar el brazo herido. Pero aprendí a tomar fotos con el brazo sano. Después pasé por una crisis moral. Empecé a tomar fotos de los paisajes donde vivo en Inglaterra, en Somerset. Son las tierras del legendario rey Arturo. Y ahora la gente está más interesada en mis paisajes que en mis otros trabajos.

Somerset, 1991.

-¿Cuándo decidió dejar de hacer fotos de guerra?

-Es una decisión que se fue forjando lentamente. Y ya ve usted, el año pasado quise seguir haciéndolo. De todos modos, hubo un hecho que me marcó profundamente. Estaba en Beirut y vi cómo una bomba caía sobre una casa y la destruía por completo. En la calle, había una mujer, la propietaria. Delante de sus ojos, en un segundo, había visto desaparecer todas sus posesiones, lo que había levantado en toda una vida. Yo alcé mi cámara y tomé una fotografía de ella frente a las ruinas. La mujer se dio cuenta. Vino hacía mí y me empezó a pegar. Me pegaba y me pegaba. Yo no me defendía. No tenía derecho de hacerlo. Esa foto conmovedora, por la que me pagarían mucho, la había conseguido gracias a ese hogar reducido a cenizas. Volví al hotel. Me decía: «Estoy harto de este trabajo». Fui al café a tomar algo para recuperarme. Y, al rato, apareció un amigo y me dijo: «¿Sabés una cosa?» «No me molestes», le contesté. Y él continuó: «La mujer que te pegó, la mujer a la que le destruyeron la casa, acaba de ser matada por una bomba». Regresé a Inglaterra. Desde entonces no fui el mismo. En diez años no volví a tomar fotos de guerra. Entre otras cosas, durante ese tiempo publiqué varios libros.

Mayfair London, 1965.

Usted prefiere tomar fotografías en blanco y negro. ¿Por qué?
-Porque cuando las imprimo puedo inyectarles más drama, más fuerza. Son tan distintas de mis paisajes en colores. Estos forman parte de la segunda parte de mi vida.

-¿Le interesa la fotografía digital?
-Me parece una invención importantísima. Pero prefiero el papel. Hay matices que sólo el papel puede dar. Entre otras cosas, puede provocar enfermedades. Después de pasar cuarenta años con mis manos en el agua, revelando fotografías y trabajando con ácidos, tengo artritis en mis manos. Sé que, dentro de unos años, todo será digital. Hasta va a ser difícil conseguir lo necesario para seguir trabajando con papel. Pero yo pertenezco a otra generación. Estoy acostumbrado a trabajar de otro modo.

-¿Le gusta hacer retratos?
-No. Porque para hacer una buena fotografía de gente famosa, se necesita por lo menos una hora. En una hora, se puede tener una idea de cómo es alguien, pero la gente famosa sólo concede diez minutos para una fotografía. Y, de ese modo, es imposible hacer un buen trabajo.

Beatles, Londres, 1968.

A pesar de que, en el medio fotográfico, estoy tan identificado con la acción bélica y las hambrunas, pocos meses después de haber regresado de Biafra me llamaron de parte de los Beatles y me propusieron pasar todo un día con ellos y fotografiarlos. Acepté. Recorrimos Londres con ellos y yo registré lo que hacían. Me pagaron 200 libras, lo que entonces era mucho, mucho dinero. En un momento, John Lennon me dijo: «Toma esta foto». Se tiró al suelo y se hizo el muerto. Los otros tres fingieron que estaban velándolo. Fue una fotografía profética.

Hace cuatro años publiqué un libro cuyo título es Durmiendo con fantasmas. Ese título sintetiza mi vida. En mi casa guardo miles de negativos. Esos negativos emiten una especie de energía triste. Por la noche, cuando me voy a dormir, siento esas vibraciones del pasado. Quise dejar un testimonio de lo que había vivido y escribí mi autobiografía, Unreasonable behaviour.

Seguí rodeado en Asia, en Africa y en América de espanto y de oscuridad, pero tomé distancia de las tinieblas para registrarlas. En vez de convertirme en un ser violento, o en un desecho humano, hice de ese mundo atroz que conocí en mi niñez y en mi adolescencia el tema de mis fotografías. Para librarme de la desdicha, di testimonio de ella.

Niños en Bradford, 1970s.

Entrevista a Don McCullin

Esta es una entrevista publicada en el periódico argentino La Nación el 18 de julio de 2004. Es muy larga así que he escogido los mejores fragmentos.

Don McCullin por Wattie Cheung, 2006.

¿Piensa seguir trabajando en los frentes de guerra?
No creo que vuelva a hacerlo. No es para mi edad. Voy a cumplir sesenta y nueve años en octubre y tengo una nueva esposa y un nuevo hijo, que acaba de cumplir un año. Estoy harto de la fealdad y del horror de las guerras. (…)

¿Como fotógrafo usted toma partido?
Sí. Tomo partido por los oprimidos. Cuando voy a una guerra, siempre leo todos los informes y los libros sobre los problemas que la generaron. Pero cuando se llega a los lugares de combate, es imposible actuar con una mente abierta porque las atrocidades que uno ve hacen que uno se incline por los que han sido agredidos o invadidos, por los débiles. Cuando fui a Beirut y vi a la Falange Cristiana asesinando niños y mujeres, no necesité que nadie me dijera cuál era el partido que debía tomar. Lo que la Falange Cristiana estaba haciendo era criminal, no tenía nada que ver con la política. Una vez asistí a un episodio espantoso en aquella ciudad. Fui testigo de cómo un hombre, en la escalera de su casa, rodeado por su familia, era apuntado por un miembro de la Falange. Recuerdo la mirada de ese hombre que se dirigía a mí para que yo pidiera por su vida. No pude hacer nada. Un soldado cristiano me había dicho: «Si usted toma una foto, lo mato». En ese momento, yo me preguntaba cómo aquel soldado podía llamarse cristiano y matar inocentes en nombre de Dios.

Don McCullin

Don McCullin, soldado atónito, Batalla de Hue, 1968.

¿Cuándo y cómo decidió convertirse en fotógrafo de guerra?

En primer lugar, ni siquiera sabía en mi juventud que iba a ser fotógrafo. No decidí mi profesión. Crecí en un barrio muy pobre de Londres. No tenía ninguna educación. Dejé el colegio a los quince años. Mi padre murió cuando yo tenía trece y la cólera por su muerte me cegaba. (…) Yo podría haber sido un criminal. Pero una voz me decía que no quería terminar en prisión. Amaba mi libertad. (…)

Usted estaba condenado a la violencia en su adolescencia, pero pudo evadirse de ella.
En cierto modo, sí. Mi carrera se inició y se alimentó de violencia. Uno de los chicos que formaban parte de mi grupo se enfrentó a una banda de muchachos. Llegó la policía para separarlos y alguien mató a mi amigo con un cuchillo. (…)Yo había tomado fotos como amateur de ese grupo de amigos, entre los que estaba el asesinado, y entonces las llevé a un diario muy famoso, The Observer. Eso sucedía en 1958. (…) Unas semanas después publicaron media página con mis imágenes. Y, al día siguiente, me ofrecieron un trabajo. Era algo increíble. No sabía nada de fotografía.

¿Quién le dio la máquina con la que tomó la fotografía de aquella banda?
La compré durante mi servicio militar, en Kenia. En ese entonces, había una guerra contra los Mau Mau. Las Fuerzas Armadas me enviaron a Nairobi como soldado. Procesaba films, pero no sabía nada de fotografía, ni de reportajes, cuando me contrataron en Londres. Entonces tuve que descubrir en qué consistía mi nueva profesión. Comencé a educarme. Compraba revistas, analizaba los servicios fotográficos, hablaba con fotógrafos importantes, más sofisticados que yo. Así pasaron cuatro años. The Observer me pagaba 20 dólares por dos días de trabajo semanal.

Hacía fotos de huelgas de mineros, de problemas en las industrias. Un día llegué a la redacción y me dijeron que había una guerra civil en Chipre. Me preguntaron si estaba dispuesto a ir allí. Sentí que levitaba. Esa era mi gran oportunidad. Estaba muy excitado porque los últimos meses de mi servicio militar los había pasado en Chipre. De modo que conocía muy bien el terreno al que The Observer proponía enviarme. Cubrí muchas batallas y, en particular, una que se desarrolló muy cerca de la base aérea donde yo había servido. Fui el único periodista que pudo llegar allí. Volví a Inglaterra. The Observer publicó mi trabajo que, de inmediato, fue reproducido por Paris Match, Life y otras grandes revistas de la época. Además, gané el premio de Mejor Fotógrafo de Guerra del año. Creo que pude hacer todo aquello porque en ese entonces la excitación que sentía por lo que hacía y lo que me rodeaba era más fuerte que el miedo. Pero debo reconocer que el miedo ha sido mi compañero más próximo durante treinta años.

Usted ha dicho que no está interesado en el aspecto estético de sus fotografías de guerra. Sin embargo, son famosas precisamente porque, aun cuando registra las situaciones más terribles, hay una especie de diseño muy plástico en ellas.

Hay que tener mucho cuidado con ese aspecto de la fotografía. Por supuesto, uno cuida el encuadre, la luz, pero no debe regodearse en los efectos que hacen una imagen más bella. Mi posición en ese sentido es muy clásica. No tengo el derecho de usar el dolor de la gente para elevar mi oficio a un arte. Tengo una obligación moral respecto de lo que hago y de mi trabajo. Desde luego cuido mis fotografías, pero arriesgo mi vida para tomarlas. De modo que tomo algo de ese dolor, pero también doy algo. Documento el horror.

La vida es paradójica. Fíjese que mi padre tenía un problema que, en cierto modo, me apartaba de él, a pesar de que lo adoraba. El era un jugador. Iba a las carreras. Y yo me decía que no quería ser como él, que jamás jugaría. Hoy me doy cuenta de que, comparado conmigo, mi padre era un inocente. El jugaba dinero, yo he jugado mi vida. Todos los temas que tienen que ver con la moralidad y con las reglas son muy intrincados. Ciertas decisiones son difíciles de mantener. Yo me he preguntado a menudo: «¿Tengo derecho a tomar fotografías de un hombre que va a ser ejecutado?» La respuesta es no, a menos que él me autorice. (…)

Don McCullin

Mujer turca se entera de la muerte de su marido, asesinado por la milicia griega. Chipre, 1964.

¿Es difícil después de una experiencia semejante volver a la vida normal, a la paz?
Al principio, cuando uno empieza a cubrir guerras, todo es muy excitante. Uno no se plantea cuestiones morales. Pero a medida que desarrolla su trabajo, a medida que ve matar niños o que los ve agonizar, las cosas se vuelven horribles y entonces surgen los cuestionamientos. Cuando fui a Vietnam, todo me resultaba excitante: las bombas, la selva, los paracaídas, los helicópteros, las explosiones. Era Hollywood. Apocalypse Now. (…) Estuve allí doce días. Cuando me fui, parecía tan loco como los soldados norteamericanos que había fotografiado. Y me preguntaba: ¿qué tiene esto que ver con la fotografía? Después, cuando fui a Africa, llegué a un campo y vi a ochocientos niños que se morían de hambre, entonces me dije: «Despiértate».

¿Usted fue herido en una de esas guerras?

Sí. En Camboya, en los años 70. La esquirla de una de las bombas de los Khmer rojos me hirió en una pierna y me dejó sordo de un oído. Recuerdo que mis compañeros me pusieron en un camión, apilado con muertos y heridos. Un enfermero me inyectó morfina y, de repente, el mundo fue algo maravilloso. Hasta me sentí con fuerza para tomar fotografías de quienes estaban conmigo en el camión. Llegamos a un hospital donde permanecí diez días. También tuve otro accidente en El Salvador. Estaba arriba de un techo y por un bombardeo todo se vino abajo. Tenía una cámara en mi espalda. Mientras me caía tuve tiempo de pensar: «Mi columna vertebral». La cámara me rompió todas las costillas y me hizo pedazos un brazo. Me arrastré hacia otra casa donde había un soldado y una radio. Pasamos toda la noche refugiados allí. Por la mañana, me llevaron a un hospital. Volví a Inglaterra. Durante tres años, no pude levantar el brazo herido. Pero aprendí a tomar fotos con el brazo sano. Después pasé por una crisis moral. Empecé a tomar fotos de los paisajes donde vivo en Inglaterra, en Somerset. Son las tierras del legendario rey Arturo. Y ahora la gente está más interesada en mis paisajes que en mis otros trabajos.

Don McCullin

Don McCullin, Somerset, 1991.

¿Cuándo decidió dejar de hacer fotos de guerra?

Es una decisión que se fue forjando lentamente. Y ya ve usted, el año pasado quise seguir haciéndolo. De todos modos, hubo un hecho que me marcó profundamente. Estaba en Beirut y vi cómo una bomba caía sobre una casa y la destruía por completo. En la calle, había una mujer, la propietaria. Delante de sus ojos, en un segundo, había visto desaparecer todas sus posesiones, lo que había levantado en toda una vida. Yo alcé mi cámara y tomé una fotografía de ella frente a las ruinas. La mujer se dio cuenta. Vino hacía mí y me empezó a pegar. Me pegaba y me pegaba. Yo no me defendía. No tenía derecho de hacerlo. Esa foto conmovedora, por la que me pagarían mucho, la había conseguido gracias a ese hogar reducido a cenizas. Volví al hotel. Me decía: «Estoy harto de este trabajo». Fui al café a tomar algo para recuperarme. Y, al rato, apareció un amigo y me dijo: «¿Sabés una cosa?» «No me molestes», le contesté. Y él continuó: «La mujer que te pegó, la mujer a la que le destruyeron la casa, acaba de ser matada por una bomba». Regresé a Inglaterra. Desde entonces no fui el mismo. En diez años no volví a tomar fotos de guerra. Entre otras cosas, durante ese tiempo publiqué varios libros.

Usted prefiere tomar fotografías en blanco y negro. ¿Por qué?
Porque cuando las imprimo puedo inyectarles más drama, más fuerza. Son tan distintas de mis paisajes en colores. Estos forman parte de la segunda parte de mi vida.

¿Le interesa la fotografía digital?
Me parece una invención importantísima. Pero prefiero el papel. Hay matices que sólo el papel puede dar. Entre otras cosas, puede provocar enfermedades. Después de pasar cuarenta años con mis manos en el agua, revelando fotografías y trabajando con ácidos, tengo artritis en mis manos. Sé que, dentro de unos años, todo será digital. Hasta va a ser difícil conseguir lo necesario para seguir trabajando con papel. Pero yo pertenezco a otra generación. Estoy acostumbrado a trabajar de otro modo.

Don McCullin

Don McCullin. Beatles, Londres, 1968.

¿Le gusta hacer retratos?
No. Porque para hacer una buena fotografía de gente famosa, se necesita por lo menos una hora. En una hora, se puede tener una idea de cómo es alguien, pero la gente famosa sólo concede diez minutos para una fotografía. Y, de ese modo, es imposible hacer un buen trabajo.

A pesar de que, en el medio fotográfico, estoy tan identificado con la acción bélica y las hambrunas, pocos meses después de haber regresado de Biafra me llamaron de parte de los Beatles y me propusieron pasar todo un día con ellos y fotografiarlos. Acepté. Recorrimos Londres con ellos y yo registré lo que hacían. Me pagaron 200 libras, lo que entonces era mucho, mucho dinero. En un momento, John Lennon me dijo: «Toma esta foto». Se tiró al suelo y se hizo el muerto. Los otros tres fingieron que estaban velándolo. Fue una fotografía profética.

Hace cuatro años publiqué un libro cuyo título es Durmiendo con fantasmas. Ese título sintetiza mi vida. En mi casa guardo miles de negativos. Esos negativos emiten una especie de energía triste. Por la noche, cuando me voy a dormir, siento esas vibraciones del pasado. Quise dejar un testimonio de lo que había vivido y escribí mi autobiografía, Unreasonable behaviour.

Seguí rodeado en Asia, en Africa y en América de espanto y de oscuridad, pero tomé distancia de las tinieblas para registrarlas. En vez de convertirme en un ser violento, o en un desecho humano, hice de ese mundo atroz que conocí en mi niñez y en mi adolescencia el tema de mis fotografías. Para librarme de la desdicha, di testimonio de ella.