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Pie de foto: ‘Grupo de vecinos de Otsuchi’ por Juan José Millás

Yomiuri Shimbun / Yoichi Hayashi (AP)

¿Se acostumbra uno a todo?

Poco tiempo después de los devastadores terremoto y tsunami de Japón, este grupo de vecinos de Otsuchi trataban de recomponer su cotidianidad de una manera conmovedora.

Llamamos cotidiano a lo de todos los días. Su contrario es lo insólito, que a veces es bueno y a veces malo. No es lo mismo una lluvia ácida que un maná. Lo insólito suele borrar de manera provisional lo cotidiano, excepto cuando se prolonga y pierde su condición extravagante, provocando escenas como la de la foto, donde la nueva cotidianidad convive con la antigua. Aunque apenas había transcurrido una semana desde el tsunami de Japón hasta esta foto, sus víctimas (las de la imagen, por lo menos) parecen haberse instalado ya en el horror con naturalidad. Protegidas (es un decir) por los dioses que se han salvado de la quema, sus gestos, sus actitudes, sus maneras, recuerdan a los de cualquier martes o cualquier miércoles de cualquiera de sus vidas. Adaptados los objetos cotidianos del pasado (las sillas, por ejemplo) a la cotidianidad del presente, lo extraño y lo familiar se han fundido con una sencillez pasmosa. Observen la tranquilidad con la que leen la prensa, como si se encontraran en la cocina de su casa o en la sala de espera del médico. Fíjense en la mujer que hacia el centro de la fotografía, con un bolso en bandolera, compone, al arreglarse el pelo, un gesto usual. No se pierdan tampoco la expresión de paciencia del hombre de su izquierda, tocado con una gorra de las de visera y ligeramente repantigado en la silla, como si esperara algo o a alguien que empieza a retrasarse un poco, aunque no tanto como para perder los nervios. Si no supiéramos lo que les ha ocurrido, pensaríamos que llevan toda la vida alrededor de esa hoguera. ¿Se acostumbra uno a todo?

El País.

El mártir y el tirano, por Juan José Millás.

El paso firme de la Historia.

El mártir y el tirano. El tunecino Al Bouazizi se dio fuego para protestar por su desesperada situación. El dictador le visitó en el hospital. La revuelta democrática había prendido.

En la antigüedad se derrocaba a los tiranos pegándoles un tiro. Ahora el tiro te lo tienes que dar tú y lo más que consigues es que el tirano cambie de país llevándose una tonelada y media de oro. Tal es lo que ocurrió en Túnez, donde el suicidio de un ciudadano acabó en pocos días con el régimen de Ben Ali, que ahora se toca la barriga en un emirato árabe donde ha recibido asilo, increíblemente, de carácter político. El suicida es la momia yacente de la foto, todavía con vida, a la que el tirano tuvo el estómago de visitar para comprobar los desperfectos. El tirano es el señor de la izquierda unos días antes de largarse con todo el producto interior bruto de su país a lugares más templados. Mientras el uno se iba a la otra vida con el cuerpo hecho un cristo, el otro se largaba a Arabia Saudí con los riñones forrados. Parece que hay un consenso ecuménico según el cual resulta más civilizado que el oprimido acabe consigo mismo en vez de acabar con el opresor.

Bueno, ya sabemos cuánta gente tiene que arder a lo bonzo en Túnez para que ocurra algo. Ahora, dada la situación de indefensión general de los pobres de la Tierra, convendría calcular cuántos ciudadanos han de arder, no sé, en Marruecos, cuántos en Argelia, cuántos en Rusia, pero también cuántos en España, Francia o Luxemburgo. Ahí tenemos la demostración de que la historia se dirige con paso firme hacia ningún sitio. Esta foto en la que el quemado ha de soportar antes de morir la visita del dueño de la gasolina es una lección impagable de zoología. No se pierdan la actitud reverencial del cuerpo médico.

El País.

«Ejecución en Irán» por Juan José Millás.

Ejecución en Irán. AP

Una ilusión óptica

No se les ve la cara, pero son como nosotros. Ocurre en Irán, pero el lugar no cambia nada. Los ajusticiados, en un momento solemne de la vida de cualquiera, murieron en chancletas.

He aquí una foto clásica de ahorcados. Decimos que es clásica porque se atiene con fidelidad a las reglas del género, la principal de las cuales es no sacar la cabeza, por si el ahorcado nos sacara la lengua. Además, de este modo uno se imagina la expresión del muerto como le da la gana, en función de sus necesidades sentimentales o venéreas. Ahora bien, si es duro enfrentarse al rostro de un difunto ajusticiado, más arduo resulta aún contemplar el de los vivos que asisten al espectáculo. Mírenlos ahí, en plan pánfilo, como el que se asoma a una puesta de sol. Por no faltar, no faltan ni los fotógrafos aficionados a los tópicos, de los que obtienen conmovedoras postales. Quizá lo que buscan los de los móviles en ristre es eso, una postal que enviarán a su novia o a sus padres, o con la que se masturbarán a escondidas.

Si esfuerzan un poco la vista, comprobarán que a la derecha de la imagen, en la casa del fondo, la vida cotidiana sigue su curso: hay una señora tendiendo la ropa en la azotea y un grupo de gente bajo una sombrilla, quizá tomándose un aperitivo. Ni siquiera los cadáveres colgantes han sido ataviados para la ejecución (momento solemne donde los haya en la vida de cualquiera) con sus mejores galas. Ahí los tienen, en pantalones de chándal y chancletas de andar por casa. Podemos hacernos la ilusión de que el drama ocurre en Irán, que nos cae un poco lejos, pero se trata de eso, de una ilusión óptica, pues por lejos que se encuentren, geográficamente hablando, las víctimas y los verdugos son seres humanos, lo mismo que nosotros.

El País.

‘Maniquí’ por Juan José Millás.

 

Una tienda de Barcelona es saqueada durante la pasada huelga general. David Ramos.

 

Quizá no salga nunca

¿Qué le pasa al maniquí? ¿Se ha vuelto loco y está tirando la ropa del escaparate? En realidad son manifestantes saqueando una tienda en Barcelona durante la pasada huelga general.

Quizá el hábito no haga al monje, pero es evidente que el escaparate hace al maniquí. Un maniquí es lo que parece el chico que vemos al otro lado del cristal. Observen su postura, sus proporciones, su vestimenta… Sabemos que es un joven de carne y hueso por lo que decía el pie de foto y porque parece el responsable del vuelo de los pantalones vaqueros, también extrañamente detenidos en el aire. ¿No deberían haber salido movidos, desenfocados, borrosos? Pues no, ya ven, se aprecian sus costuras, sus etiquetas, su color… El movimiento está representado por quienes esperan, alborozados, la caída de las prendas que se llevarán a casa sin pagar. Quizá, piensa uno, no caigan nunca, quizá el chaval no salga jamás del interior del escaparate.

El escaparate es, por definición, «el otro lado». Si se pudieran calcular las horas que el que suscribe ha pasado con la cara pegada al cristal de un escaparate, el resultado nos asombraría. De haber empleado ese tiempo en estudiar, podría ser notario. Los escaparates de las pastelerías, de las jugueterías, de las librerías… Los escaparates de las tiendas de confección, donde reinaban mujeres indiferentes, de mirada perdida. Los escaparates de las tiendas del sexo, de las ferreterías, de los ordenadores portátiles. Los de los grandes almacenes, los de las tiendas de ultramarinos, los de las agencias de viajes. Los escaparates pertenecían a una dimensión paralela a la realidad. Jamás se nos ocurrió que se pudiera entrar en ellos sin deve-nir en un maniquí. Es lo que le ha ocurrido al chico de la foto.

El País.

Inundaciones en Paquistán por Juan José Millás.

Getty, 14-11-2010.

Cada uno en su casa

Inundaciones del verano en Pakistán. Una imagen vale más que mil palabras. Aun así, qué difícil resulta colocarse en la situación de esta gente desde el seco salón de nuestra casa.

Gracias a fotografías como la presente nos damos cuenta de que el periódico nos vincula a la realidad en la misma medida en que nos separa de ella (así también actúan las palabras: como filtros entre lo que nombran y nosotros). Si no hubiera sido por el diario, no habríamos sabido de las inundaciones en Pakistán, pero tampoco habríamos advertido que nos afectaban solo de un modo teórico. Justo donde termina la imagen concluye una realidad y comienza otra. Nosotros pertenecemos a la de acá. Aunque la instantánea está obtenida desde un punto de vista tal que tiene uno la impresión de que el agua le moja los zapatos, lo cierto es que al cambiar de página seguimos con los pies secos. No hay, pese a la apariencia, una continuidad entre lo que ocurre en el interior de la fotografía y lo que sucede dentro del salón de nuestra casa. El papel del diario es la frontera entre uno y otro lugar. Si te encuentras de este lado, estás a salvo, como el que desde la orilla ve bracear a alguien que se ahoga. Observen los rostros de estos desgraciados, verdaderos muertos en el trance de atravesar la laguna Estigia. Dirigen la mirada al objetivo sabiendo que la cámara marca el límite entre su realidad y la del que la observa. Suele decirse que el observador es víctima de lo que ve, cuando no responsable de lo que mira. Pero estas consideraciones son más literarias que otra cosa. La foto está firmada por una agencia de prensa del primer mundo. Los fotografiados, todos ellos sin nombre, pertenecen al tercero. Cada uno en su casa, y Dios en la de nadie.

El País Semanal.

No todos los ‘burkas’ son visibles, por Juan José Millás

 

Mujeres afganas con burka utilizando modernísimos móviles con cámara. Foto de Omar Sobhani.

 

No todos los ‘burkas’ son visibles

Juan José Millás

Una redundancia y una contradicción. Dos mujeres afganas reducidas a cajas oscuras con un agujero, como en los comienzos de la fotografía, usan dos modernísimos móviles con cámara.

La cámara oscura era una caja con un pequeño orificio en una de sus paredes. Por ese orificio entraba la luz, reflejando en la pared opuesta imágenes planas de la realidad. Cuando se inventaron los papeles fotosensibles, la imagen quedaba impresionada en su superficie. He ahí los orígenes de la fotografía. El burka tiene algo de cámara oscura. Dentro hay una mujer reducida a la pasividad del papel fotográfico. Registra lo que sucede, pero no puede interactuar con ello. Tampoco modificarlo, ni siquiera colorearlo. En este caso llama la atención que las dos mujeres encerradas en la cámara oscura obtengan a su vez imágenes de la realidad con máquinas ultramodernas y extraplanas. Como si delante de un telescopio moderno colocáramos uno antiguo. Piensa uno que o sobran los burkas o sobran los teléfonos móviles. Y sin embargo, ahí están conviviendo, del mismo modo que paseando por Nueva York puedes encontrar fragmentos de la Edad Media (quien dice Nueva York, dice Madrid o París).

En Afganistán, de donde procede esta instantánea, sucede al revés: vas paseando por la Edad Media y hallas en su interior pedazos del siglo XXI. En este caso está muy claro a qué época pertenecen los burkas y a cuál las cámaras. Da gusto asignar fechas, distinguir estilos, trazar líneas separadoras. Pero la frontera no es siempre tan clara. Muchos uniformes militares de última generación llevan dentro un general medieval. Quiere decirse que hay burkas invisibles, aunque tan eficaces como el de estas mujeres para limitar la visión. Y el pensamiento.

El País.

Deanne Fitzmaurice por Juan José Millás.

Los que me sigáis por Facebook, ya sabréis que el parón del blog se debe a un terrible «error informático». A decir verdad, mi portátil está más muerto que vivo y ahí andan, intentando reanimarlo. Cuando eso pase, el blog también volverá a respirar enérgicamente. Mientras tanto, aquí os dejo un artículo de Juan José Millás que he encontrado por ahí. Respiración asistida.

 

La cámara lenta

Juan José Millás

Ahí tienen una foto magnífica. Y esperanzadora. Su protagonista es un crío iraquí liberado de la dictadura de Sadam. Tengo que confesar que fui de los que no creyeron al principio en las motivaciones de esta guerra. Estaba convencido de que no había armas de destrucción masiva. Y no las había, pero el mundo, me dije, es un lugar mejor y más seguro sin Sadam. Cuando doy talleres de escritura creativa, explico a los alumnos que, si uno va a la selva (o a la página en blanco) a cazar tigres pero le sale al paso un león, no debe renunciar al león. Bush fue a por las bombas atómicas, pero se le cruzó Sadam. ¡Bendito sea! La guerra es muy creativa. Se te revelan los personajes todo el tiempo. Envías a las tropas a hacer el bien y de repente te las encuentras violando a los adolescentes liberados en la misma prisión en la que los violaba Sadam. Pero eso es lo apasionante de escribir y de bombardear, que no sabes ni cómo se van a comportar los personajes ni cómo te vas a comportar tú mismo ante su dolor. Acciones que creías que te daban asco te empiezan a excitar sexualmente y una cosa lleva a la otra.

Pero de entre los horrores de la guerra surge a veces una imagen estimulante como la de este chico al que acabamos de liberar. Observen la habilidad con la que ha colocado el lápiz entre las vendas y la voluntad con la que dibuja sobre un cuaderno cuadriculado el bombardero que lo hizo libre. Un psicólogo convencional diría que lo dibuja para entender lo ocurrido, para desgastar la emoción, como el que repite lo que le duele para controlarlo. Pero no es eso, no es eso. Dibuja el bombardero en señal de homenaje, como el que esculpe una imagen de su salvador. ¿Que lo hace mal? De acuerdo, no se le pueden pedir peras al olmo. Que lo haga con los dedos de los pies, dirán algunos. Pero no estamos seguros de haberle respetado los pies, que caen debajo de la mesa. Lo mejor, con todo, lo que más optimismo nos produce son esas gafas que le han puesto a modo de aviador sobre la cabeza, porque constituyen un rasgo de coquetería en alguien que, como ven, tiene el rostro abrasado.

El crío se llama Deanne Fitzmaurice. Gracias a él, un reportero norteamericano ganó un Pulitzer, con lo que todo queda en casa. Nosotros bombardeamos, nosotros reconstruimos y nosotros hacemos arte sobre los cuerpos rotos. ¿Que le hemos arrancado los brazos? Vale. Pero observen la calidad de la instantánea.

Quizá recuerden ustedes a aquel otro niño iraquí, de nombre Alí, al que tras segarle las piernas y los brazos lo llevamos a Kuwait y a Londres para implantarle unas extremidades de titanio que fueron muy comentadas. ¿Por qué a Alí sí y a Deanne no? Pues porque a Alí le tocó ser símbolo de la reconstrucción mientras que Deanne es un mutilado de tantos. Si hubiera querido ser símbolo, que hubiera llegado antes. Hay que ser un poco más competitivo, chaval. En fin, que, si usted duda aún sobre quien llevaba razón en esta historia lea lo que aparece en los periódicos acerca de Irak, un país pacificado y sobre el que reina una normalidad democrática que para sí quisieran los países de su entorno, a los que no nos va a quedar más remedio que ayudar también. Se convoca plaza para símbolo.

NOTA: Mi querida amiga Nataly Contreras, descubrió un error por parte de tan respetable y admirador autor, Juan José Millás. El “crío” no se llama Deanne Fitzmaurice (ya extrañaba un nombre así para un niño iraquí). Ese es el nombre del fotógrafo. Sin embargo, eludiendo tal error, resulta una gran crónica fotográfica. ¡Excelente!

Pie de foto: Autorretrato de Jordi Socías.

El capitalismo funeral

Juan José Millás

Imagino perfectamente a Jordi Socías, el señor de la foto, despertándose una mañana con la sorpresa de estar vivo. Estoy vivo, coño, estoy aquí. Podré seguir comiendo y bebiendo con la gente (o solo, que tampoco está mal), podré pasear por las ciudades y sentarme en la terraza de las cafeterías y disfrutar de los rostros y de los cuerpos de los transeúntes. Qué variedad de narices, de orejas, de posturas, de expresiones, de miradas. Estoy vivo. Viajaré, me asombraré de nuevo, dormiré en hoteles con bares secretos. Observaré cómo se mueven los políticos, los artistas, los inmigrantes, los fruteros, los adolescentes… Hablaré por teléfono, pondré correos electrónicos, enviaré mensajes de móvil, conversaré con otros o conmigo mismo (que tampoco está mal).

El señor de la foto había vuelto del hospital, donde le habían manipulado, suponemos, del corazón. Pero despertó de la anestesia, y fue dado de alta, y llegó a su casa y, todavía malito, se metió en la cama. Pero hete aquí que al día siguiente se descubrió, vivo y desgreñado, en el espejo del cuarto de baño, de modo que tomó una cámara pequeña, como el que coge un Bic naranja punta fina, y escribió la obra maestra que ustedes aprecian. Es ver esta foto y sentir la tentación de llamarle para hacerle saber que se trata del desnudo más potente que uno ha contemplado en su vida. Observen el conato de sonrisa del que apenas puede contener la alegría de continuar aquí. Pero no se pierdan, sobre todo, la elegancia de esos cuatro dedos que ha colocado sobre la máquina de fotografiar para escribir este epitafio inverso.

El País Semanal.