Aquí os dejo la segunda y última parte del artículo, a ver si os gusta.

Unos días antes, en la calle, se había encontrado una libreta de teléfonos. Se la había devuelto a su dueño, Pierre D, sin dejarle su nombre ni nada, pero antes le había sacado fotocopia a todo su contenido. Eso hizo. Revisó página por página, fue a las direcciones y llamó a los teléfonos. Y, con todas esas versiones sobre la personalidad del tal Pierre D, procedió a inventarse su retrato y se aproximó tanto a la realidad que logró convencer al editor de aquel periódico, La Liberación, de publicar, día por día, parte del perfil. Cada mañana aparecía una pequeña entrevista con alguna de las personas cuyos datos aparecían en la libreta y, al lado, una fotografía de algún objeto favorito de Pierre D. La gente, después de un par de entregas, esperaba ansiosa el nuevo capítulo. Como en una novela de Dickens o de Dumas.
Tres semanas después de que apareciera la última entrega de La libreta de direcciones, el periódico publicó, en el mismo formato, la respuesta de Pierre D, firmada con su nombre verdadero, Pierre Baudry, en la que explicaba, con rabia, que había estado todo el tiempo en Noruega filmando un documental y que, al volver a su casa, en París, había descubierto que una persona que no conocía había expuesto a la luz pública los detalles de su vida y de su personalidad. Entre estos, su odio a cualquier forma de publicidad. Al lado de su carta, además, exigía publicar una foto de Sophie Calle sin ropa. Quería que ella aprendiera que cuando se habla de alguien se debe recordar que “no es un objeto, una víctima, una presa”. Sophie Calle aún sonríe cuando se le pregunta por el tema. “Todavía está resentido”, dice, “me lo ha hecho saber”.
Un par de años después, en 1986, Calle organizó la que puede ser la más conmovedora de sus instalaciones: Los ciegos. “Conocí a personas ciegas de nacimiento. Nunca habían visto. Les pregunté cuál era su imagen de la belleza”. Algunos reaccionaron con violencia: dijeron que la exposición era una prueba más del abuso de poder y la indiscreción que caracterizaban la enfermiza obra de Sophie Calle. Otros, menos histéricos, dijeron que el punto era, precisamente, el contrario: cuando le toma una fotografía a un ciego, el artista se queda sin poder. En el arte se puede interpretar cualquier cosa, claro, así que lo mejor es no pensar demasiado.
Los años siguientes los dedicó a construir objetos autobiográficos. Fotografió los limites que los judíos se inventan en Jerusalén para salir a la calle el día del Sabbat sin invadir el espacio privado. Inventó, en 1990, Las tumbas, una exposición que es, en realidad, un cementerio de fotografías de lápidas en las que sólo aparecen palabras como “madre”, “padre” o “gemelos”. El 18 de marzo de ese mismo año, además, “fueron robados, del Isabella Stewart Gardner Museum de Boston, cinco dibujos de Degas, una copa, un águila napoleónica y seis cuadros de Rembrandt, Flinck, Manet y Vermeer. Pedí a los conservadores, guardias y otros empleados que me describieran, ante los espacios ya vacíos, el recuerdo que guardaban de los objetos ausentes”. Tomó las fotos de los espacios vacíos. Llamó a ese trabajo La ausencia.

Pero lo que de verdad marcará esos años de su vida será el encuentro en un bar con Greg Shepard, un más o menos conocido retratista americano que le prestará las llaves de su apartamento y desaparecerá por un tiempo. Sola, en ese apartamento ajeno, Sophie se obsesionará con el fotógrafo y con sus “resoluciones para el nuevo año: no mentir más, no morder más”. El 20 de enero del año siguiente, 1990, Shepard reaparecerá y le pondrá una cita en aeropuerto de Orly, pero al final la dejará plantada. Un año después, el 10 de enero de 1991, a las siete de la noche, la llamará de nuevo y le dirá “soy Greg Shepard, estoy en Orly, llevo un año de retraso, ¿quiere usted verme?” Entonces comenzará el romance. Y un primero y último falso documental titulado No sex last night que será estrenado en los canales comerciales de televisión y que describirá el viaje de la pareja a una iglesia de Las Vegas para casarse con un par de anillos arrendados.
Una nueva exposición, El marido, se convertirá, unos meses después, en una bitácora de su matrimonio fallido: comienza cuando Shepard le regala La carta de amor, su bien más preciado, una pintura del siglo 19. Sigue el martes 10 de marzo de 1992, a las 11 y 50, cuando “me arrojó a la cara los siguientes objetos: una cacerola vacía, un tostador de pan, un sofá amarillo de dos plazas, cuatro cojines, una biografía de Bruce Nauman y un teléfono negro que me destrozó el tabique. Quedaba un agujero en el muro: lo oculté detrás de nuestra fotografía de boda”. Continúa con un capítulo titulado La rival: en él descubre que nadie, jamás, le ha escrito una carta de amor.
“Yo quería una carta suya, pero él no la escribía”, dice en un texto de El marido, y, como cuando tenía nueve años, se dedica a buscar y al final encuentra una, en el escritorio de Shepard, que no va dirigida a ella. “Taché la H y la reemplacé por S”, dice: “esa carta de amor se convirtió en la que yo nunca había recibido”. El 20 de junio de 1992, consciente de que sus amigos y su familia no han quedado contentos al verla casarse en video, y porque quería hacer realidad “el sueño de todas las mujeres: ponerse un traje de novia”, decidió organizar una boda falsa y tomar una fotografía. “Coronaba con una falsa boda, así, la historia más verdadera de mi vida”.
La bitácora continúa. El 3 de octubre de 1992, a pesar de cierta esperanza que le había vuelto al cuerpo, descubre otras cartas dirigidas a la rival. “Seré libre en octubre”, dice en alguna de ellas Shepard: “con Sophie tengo a ese niño que no habría existido sin la pasión que siento por ti”. Calle sabe, entonces, que todo debe terminar. Sólo le pide a Shepard un último favor. Que, para terminar el diario de su matrimonio, pose con ella mientras simulan, por última vez, la fantasía que siempre ponían en escena: se para detrás de Shepard, le abre la bragueta y lo ayuda a orinar de pie, como cualquier hombre. Esa es la penúltima foto, el penúltimo texto. La historia termina cuando Calle cierra los ojos mientras un nuevo amante ocupa su cama.
Ese mismo año la resonancia de la obra –o bueno: de sus extraños proyectos de vita- quedó comprobada con la aparición de Leviatán, la séptima novela de Paul Auster. En la primera página, antes de comenzar la historia, el autor le agradecía a Sophie Calle que le hubiera permitido “mezclar la realidad con la ficción” porque uno de sus personajes principales, María Turner, resultaba ser, en las páginas de su relato, una mujer que, artista o no, ponía en escena sus propias obsesiones: “algunos decían que era fotógrafa, otros se referían a ella llamándola conceptualista y otros la consideraban escritora, pero ninguna de estas descripciones era exacta”. Se hacía seguir por un detective para que su informe la convirtiera en un ser imaginario, perseguía a hombres a otras ciudades, se hacía pasar por camarera de hotel “para reunir información sobre los huéspedes” y había buscado, uno por uno, a todos los nombres que encontró anotados en una libreta de direcciones abandonada en la calle.

Calle quiso darle la vuelta al juego y traer a María Turner de la ficción a la realidad: “Paul Auster usa algunos episodios de mi vida para crear a un personaje que pronto me deja y vive su propia historia. Para unirme más con María, decidí hacer todo lo que ella sí hizo y yo nunca había hecho: como ella, durante cada día me impuse una dieta cromática que consistía en comer alimentos del mismo color y sólo me permití actos que comenzaran con una letra cualquiera del alfabeto”. Era un juego. Al comienzo, Calle sólo quería ser María y ya, pero después, metida en ese nuevo mundo, se atrevió a proponerle a Auster algo aún más arriesgado, más complejo: que fuera el autor de sus actos.
“Le pedí que durante un año me diera las órdenes que le da a uno de sus personajes, que hiciera lo que quisiera conmigo, pero él me dijo que no quería ser responsable por las cosas que me ocurrieran por culpa de un guión que escribiera para mí”. Prefirió enviarle unas Instrucciones personales para Sophie Calle sobre cómo mejor la vida en Nueva York (porque ella me lo pidió…): Calle tenía que sonreírle y hablarle a los extraños, darles de comer y de fumar a los mendigos, escoger una esquina de la ciudad como suya, vivir en una cabina telefónica en Tribeca, en la esquina de las calles Greenwich y Harrison, y decorarla y limpiarla como si fuera su casa. El resultado de todas esas aventuras es Juego doble, un lujoso libro editado en 1998.
Los últimos años de Calle no han sido más tranquilos que los anteriores. En 1994 presentó, con música de Laurie Anderson, La visita guiada: en medio de los objetos más importantes de un museo en Amsterdan, ponía, por ejemplo, la revista que leía su abuela el día de su muerte. En 1996 presentó Ritual de cumpleaños: “me da miedo que se olviden de mí el día de mi cumpleaños. Con el fin de librarme de esta inquietud, entre 1980 y 1993, invité once veces, el 9 de octubre siempre que fue posible, a un número igual al número de años que cumplía. La mayor parte de regalos no los he usado nunca. Después de tenerlos expuestos en casa durante un año, los he ido guardando para tener al alcance de la mano estas pruebas de afecto”. Eso era lo que veía el espectador: catorce armarios blancos llenos de regalos de cumpleaños.
En los últimos dos años, en medio de todas las publicaciones y las exposiciones de su obra completa, Calle ha presentado dos trabajos dignos de su leyenda: Dolor exquisito son 92 fotografías sobre el horrible viaje que hizo entre 1984 y 1985 cuando su amante de ese entonces la dejó abandonada en Japón y ella tuvo que superar, día por día, su dolor: “ahora sólo es una historia, pero 15 años antes fue el momento más triste de mi vida”. Encuentro: Sophie Calle y Sigmund Freud es una exposición convertida en libro en el que sus recuerdos de infancia y sus objetos personales aparecen junto a las colecciones que Freud atesoraba en su casa. “Cuando me hicieron la propuesta, de inmediato se me vino una imagen a la cabeza: la de mi vestido de novia sobre la cama en la que durmió el primer psiquiatra. Entonces dije que aceptaba”.

Está más que comprobado: Sophie Calle existe, pero podría ser el personaje de una novela. Es más: quiere serlo, lo es. Observa y es observada y vive su cotidianidad como si fuera un ritual, como si fuera la puesta en escena de una historia que al final tendrá sentido. Por eso lo mejor es no encontrársela jamás. Porque si nos dieran la oportunidad de estar cara a cara con Alejandra Vidal, la mujer fatal de Sobre héroes y tumbas, de Ernesto Sábato, tampoco querríamos aceptarla.
Sí, eso es. Sophie Calle tiende a llegar a la ficción. Porque para que la ficción aparezca, lo sabemos, sólo es necesario tener necesidades secretas y vacíos en la vida. Y ella los ha coleccionado desde siempre. Ahora mismo grabará voces en un centro comercial, tratará de seguirle la pista a una persona que ha visto en el metro o imaginará la vida que ocurre en la única ventana encendida de una pequeña cuadra de París. No tiene pensado cambiar. No lo piensa ni por un segundo.

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