Posts Tagged ‘ Don McCullin ’

Fotógrafos de guerra

Chris Hondros, Guerra de Liberia, 2003

Fótografos en combate

Se juegan el pellejo en cada disparo. Nos enseñan lo que no queremos ver. Tim Hetherington y Chris Hondros, dos grandes del oficio, han muerto recientemente en Libia. Destacados fotoperiodistas han seleccionado para ‘El País Semanal’ una de sus imágenes más icónicas. A partir de ellas reflexionan sobre los desastres de la guerra.

Con 17 conflictos armados en la retina y una exitosa trayectoria, la estadounidense Corinne Dufka dejó para siempre el fotoperiodismo en 1998. El 7 de agosto de ese año subió a un avión desde Nairobi (Kenia) para viajar hasta las entrañas de la segunda guerra de Congo. Al poco de iniciar el vuelo, una bomba estallaba junto a la embajada estadounidense en la capital keniana. El brutal atentado, atribuido a Al Qaeda, provocó la muerte de más de 200 personas. Miles resultaron heridas. Dufka aterrizó en Congo y al conocer la noticia hizo todo lo posible por regresar a Nairobi. Pero llegó 12 horas más tarde del suceso. Perdió la historia. No pudo mandar una sola foto a la agencia para la que trabajaba. Estaba tan frustrada que se descubrió a sí misma incapaz de manifestar sentimiento piadoso alguno hacia las víctimas de la matanza. Enfilaba una senda peligrosa. Había perdido el control. Su mirada llevaba demasiado tiempo sobreexpuesta a la sangre humana. Unos días más tarde, la roca se desmoronó. Rompió a llorar mientras veía por televisión un reportaje sobre personas que quedaron ciegas por el impacto de cristales en sus ojos a causa de la explosión. Y se dijo: «Me salgo. Punto y final».

Jugarse el pellejo no es el único peaje que abonan quienes se dedican a retratar el horror. Hay que estar dispuesto a mirar. Y asumir las consecuencias. El alma paga un precio. Un reportero en zona de conflicto sabe lo que busca, pero nunca está preparado del todo para lo que va a presenciar. De todos los testigos de la cruda realidad belicosa, el fotógrafo -y el camarógrafo televisivo, pero esa es otra apasionante historia- es el único que no puede mirar hacia otro lado en ningún momento. Son nuestros ojos sobre el terreno. Nos enseñan lo que no queremos ver. La prueba irrefutable de los estragos de la violencia. Concentran su mirada en el pequeño visor de la cámara mientras llueven las balas. Prestan a veces más atención al encuadre que a su propia seguridad.

Gervasio Sánchez

Al miedo físico hay que añadir los fantasmas de la memoria. El cordobés Gervasio Sánchez -premio, entre otros, Nacional de Fotografía y Ortega y Gasset de Periodismo- asegura que nunca necesitó ir a un psicólogo. Ha documentado conflictos armados en medio mundo y emplea como bálsamo espiritual una simple receta: «Reencontrarme con los que un día fotografié en momentos y lugares de guerra. Saber que han sobrevivido, volver a verles y comprobar que las historias perduran más allá de las imágenes».

Poco han cambiado las reglas de este oficio desde que André Friedmann, más conocido como Robert Capa para mayor gloria del fotoperiodismo, proclamase la archiconocida necesidad de estar cerca de las historias para poder atrapar instantáneas suficientemente buenas. A pesar de considerar a Capa el primer gran fotógrafo de guerra de la era moderna, los historiadores coinciden en catalogar como pionero en la materia al británico Roger Fenton por su cobertura de la guerra de Crimea a comienzos de 1855. Como argumentaba Susan Sontag en su ensayo Ante el dolor de los demás (Alfaguara), «desde que se inventaron las cámaras en 1839, la fotografía ha acompañado a la muerte».

Roger Fenton, Gerra de Crimea

Muchos de los mejores del gremio detestan el apelativo «fotógrafo de guerra». Es el caso de una vaca sagrada llamada Don McCullin (Reino Unido, 1935), hoy retirado. A Gervasio Sánchez tampoco le hace mucha gracia: «No me considero como tal por respeto a mis compañeros muertos cuando hacían periodismo puro, alejado de la basura de intereses políticos y económicos. Simplemente, vamos a lugares donde suceden grandes tragedias. No necesitamos que se nos considere especiales». Una leyenda viva como James Nachtwey asume, en cambio, la etiqueta. Desde Afganistán explica por qué: «Cuando tomé la decisión de dedicarme a la fotografía fue para ser fotógrafo de guerra».

Como quiera que se llamen los integrantes de esta tribu indomable, la única certeza es su permanente contacto con la muerte. Un roce demasiado intenso. Recientemente vimos correr ríos de tinta en la prensa occidental tras los fallecimientos en Libia del británico Tim Hetherington, de 40 años, y el estadounidense Chris Hondros, de 41. Fotorreporteros de reconocido prestigio, ambos han pasado a engrosar la veintena de periodistas caídos en el ejercicio de su profesión en lo que va de año, según el Committee to Protect Journalists (www.cpj.org). Nada nuevo bajo el sol. Seguirá ocurriendo mientras exista alguien dispuesto a testimoniar las contiendas y sus consecuencias. ¿Pero son capaces de provocar este tipo de imágenes algún cambio en el devenir de la humanidad? Don McCullin está convencido de lo contrario. Al teléfono desde su retiro en Somerset (Reino Unido), aclara: «Desde niño he visto este tipo de fotos, y nada ha cambiado en 60 años respecto a la guerra». James Nachtwey prefiere, sin embargo, mostrar más optimismo: «La fotografía de guerra tiene la posibilidad no solo de documentar la historia, sino de cambiar el curso de la historia. Es una herramienta para analizar la sociedad críticamente, un elemento importante en el factor de cambio».

Chris Hondros, Guerra de Irak, 2005

En una era de sobresaturación de imágenes, todos los protagonistas de estas páginas coinciden en destacar la supremacía del impacto visual que la fotografía mantiene respecto al vídeo. Benjamin Lowy, curtido en la guerra de Irak, asegura que «nuestra memoria no procesa vídeos, sino imágenes congeladas». Y elige dos iconos del desastre armado para rematar su argumento: «Tenemos grabada la instantánea de la muchacha corriendo desnuda achicharrada por el napalm en Vietnam. O la foto que Chris Hondros tomó a la niña iraquí de seis años empapada en la sangre de sus padres tras ser ejecutados por soldados estadounidenses». Aquí se plantea otro dilema: ¿hasta dónde enseñar?, ¿dónde está el límite de nuestra capacidad de mirar?

«Hay que mostrarlo todo, pero con un lenguaje más sofisticado», propone y predica con el ejemplo el jerezano Emilio Morenatti, miembro de la agencia Associated Press. «La foto del niño rodeado de moscas… Ya estamos anestesiados al respecto. Esas imágenes ya no llegan». Morenatti resultó herido en Afganistán por la explosión de una mina antitanque en 2009 mientras patrullaba empotrado con una unidad del Ejército estadounidense. Sufrió la amputación de la pierna izquierda por debajo de la rodilla, pero sigue considerando un privilegio poder contar la guerra, «lo peor del ser humano». «Aunque en lugar de estar en el frente, preferiría ir a la segunda línea. Y que el tipo de foto que he elegido para este reportaje sea la prioridad: buscar una imagen más icónica de la tragedia».

Emilio Morenatti, mujeres paquistaníes luchando por alimentos básicos. Paquistán, 2005.

El trabajo de Morenatti puede verse ahora junto al de otros destacados compatriotas en la recopilación elaborada por Rafael Moreno y Alfonso Bauluz para la editorial Turner bajo el título de Fotoperiodistas de guerra españoles. Un libro que recupera obras de pioneros como Enrique Facio y analiza la obra de los más actuales Enrique Meneses, Javier Bauluz, Santiago Lyon, Enric Martí o Sandra Balcells, además de rendir merecido homenaje a algunos de los caídos: Juantxu Rodríguez, reportero de EL PAÍS abatido en 1989 durante la invasión de Panamá; Jordi Pujol, del diario Avui, muerto en 1992, a los 25 años, en Sarajevo; y Luis Valtueña, fallecido en 1997, a los 33 años, cerca de la ciudad ruandesa de Ruhengeri.

La memoria de los muertos en acto de servicio aviva las ansias de los que quieren seguir mirando por todos nosotros a través de las cámaras. El veterano Don McCullin muestra preocupación desde su retiro por lo que considera uno de los males de este oficio en la actualidad: «Los ejércitos controlan mucho a los medios. Y por otra parte, los periódicos parecen hoy más interesados por las celebridades y el fútbol. Están vendiendo su integridad, desdibujando su naturaleza como espacio donde encontrar la auténtica verdad». Menos apocalíptico, dispuesto a seguir retratando el horror pase lo que pase, Benjamin Lowy asegura haber aprendido algo en el frente: «Los seres humanos nunca han dejado de batallar. Siempre lo harán. Por eso es importante documentar la guerra. Para saber lo que el hombre es capaz de hacer en nombre de cosas como el dinero, por ejemplo».

Quino Petit, El País.

Nick Ut, Guerra de Vietnam, 1972.

 

A lo mejor también te interesan:

Gervasio Sánchez habla sobre “Desaparecidos”

Citas: Robert Capa

Entrevista a Susan Sontag

Entrevista a Don McCullin

Entrevista a James Nachtwey

Entrevista a Emilio Morenatti

Entrevista a Don McCullin.

Esta es una entrevista publicada en el periódico argentino La Nación el 18 de julio de 2004. Es muy larga así que le he quitado un poco de paja.

Don McCullin por Wattie Cheung, 2006.

(…)

-¿Piensa seguir trabajando en los frentes de guerra?
-No creo que vuelva a hacerlo. No es para mi edad. Voy a cumplir sesenta y nueve años en octubre y tengo una nueva esposa y un nuevo hijo, que acaba de cumplir un año. Estoy harto de la fealdad y del horror de las guerras. (…)

-¿Como fotógrafo usted toma partido?
-Sí. Tomo partido por los oprimidos. Cuando voy a una guerra, siempre leo todos los informes y los libros sobre los problemas que la generaron. Pero cuando se llega a los lugares de combate, es imposible actuar con una mente abierta porque las atrocidades que uno ve hacen que uno se incline por los que han sido agredidos o invadidos, por los débiles. Cuando fui a Beirut y vi a la Falange Cristiana asesinando niños y mujeres, no necesité que nadie me dijera cuál era el partido que debía tomar. Lo que la Falange Cristiana estaba haciendo era criminal, no tenía nada que ver con la política. Una vez asistí a un episodio espantoso en aquella ciudad. Fui testigo de cómo un hombre, en la escalera de su casa, rodeado por su familia, era apuntado por un miembro de la Falange. Recuerdo la mirada de ese hombre que se dirigía a mí para que yo pidiera por su vida. No pude hacer nada. Un soldado cristiano me había dicho: «Si usted toma una foto, lo mato». En ese momento, yo me preguntaba cómo aquel soldado podía llamarse cristiano y matar inocentes en nombre de Dios.

Vietnam, Febrero, 1968.

-¿Cuándo y cómo decidió convertirse en fotógrafo de guerra?

-En primer lugar, ni siquiera sabía en mi juventud que iba a ser fotógrafo. No decidí mi profesión. Crecí en un barrio muy pobre de Londres. No tenía ninguna educación. Dejé el colegio a los quince años. Mi padre murió cuando yo tenía trece y la cólera por su muerte me cegaba. (…) Yo podría haber sido un criminal. Pero una voz me decía que no quería terminar en prisión. Amaba mi libertad. (…)

-Usted estaba condenado a la violencia en su adolescencia, pero pudo evadirse de ella.
-En cierto modo, sí. Mi carrera se inició y se alimentó de violencia. Uno de los chicos que formaban parte de mi grupo se enfrentó a una banda de muchachos. Llegó la policía para separarlos y alguien mató a mi amigo con un cuchillo. (…)Yo había tomado fotos como amateur de ese grupo de amigos, entre los que estaba el asesinado, y entonces las llevé a un diario muy famoso, The Observer. Eso sucedía en 1958. (…) Unas semanas después publicaron media página con mis imágenes. Y, al día siguiente, me ofrecieron un trabajo. Era algo increíble. No sabía nada de fotografía.

-¿Quién le dio la máquina con la que tomó la fotografía de aquella banda?
-La compré durante mi servicio militar, en Kenia. En ese entonces, había una guerra contra los Mau Mau. Las Fuerzas Armadas me enviaron a Nairobi como soldado. Procesaba films, pero no sabía nada de fotografía, ni de reportajes, cuando me contrataron en Londres. Entonces tuve que descubrir en qué consistía mi nueva profesión. Comencé a educarme. Compraba revistas, analizaba los servicios fotográficos, hablaba con fotógrafos importantes, más sofisticados que yo. Así pasaron cuatro años. The Observer me pagaba 20 dólares por dos días de trabajo semanal.

Finsbury Park, Londres, 1958.

Hacía fotos de huelgas de mineros, de problemas en las industrias. Un día llegué a la redacción y me dijeron que había una guerra civil en Chipre. Me preguntaron si estaba dispuesto a ir allí. Sentí que levitaba. Esa era mi gran oportunidad. Estaba muy excitado porque los últimos meses de mi servicio militar los había pasado en Chipre. De modo que conocía muy bien el terreno al que The Observer proponía enviarme. Cubrí muchas batallas y, en particular, una que se desarrolló muy cerca de la base aérea donde yo había servido. Fui el único periodista que pudo llegar allí. Volví a Inglaterra. The Observer publicó mi trabajo que, de inmediato, fue reproducido por Paris Match, Life y otras grandes revistas de la época. Además, gané el premio de Mejor Fotógrafo de Guerra del año. Creo que pude hacer todo aquello porque en ese entonces la excitación que sentía por lo que hacía y lo que me rodeaba era más fuerte que el miedo. Pero debo reconocer que el miedo ha sido mi compañero más próximo durante treinta años.

 

-Usted ha dicho que no está interesado en el aspecto estético de sus fotografías de guerra. Sin embargo, son famosas precisamente porque, aun cuando registra las situaciones más terribles, hay una especie de diseño muy plástico en ellas.
-Hay que tener mucho cuidado con ese aspecto de la fotografía. Por supuesto, uno cuida el encuadre, la luz, pero no debe regodearse en los efectos que hacen una imagen más bella. Mi posición en ese sentido es muy clásica. No tengo el derecho de usar el dolor de la gente para elevar mi oficio a un arte. Tengo una obligación moral respecto de lo que hago y de mi trabajo. Desde luego cuido mis fotografías, pero arriesgo mi vida para tomarlas. De modo que tomo algo de ese dolor, pero también doy algo. Documento el horror.

La vida es paradójica. Fíjese que mi padre tenía un problema que, en cierto modo, me apartaba de él, a pesar de que lo adoraba. El era un jugador. Iba a las carreras. Y yo me decía que no quería ser como él, que jamás jugaría. Hoy me doy cuenta de que, comparado conmigo, mi padre era un inocente. El jugaba dinero, yo he jugado mi vida. Todos los temas que tienen que ver con la moralidad y con las reglas son muy intrincados. Ciertas decisiones son difíciles de mantener. Yo me he preguntado a menudo: «¿Tengo derecho a tomar fotografías de un hombre que va a ser ejecutado?» La respuesta es no, a menos que él me autorice. (…)

-¿Es difícil después de una experiencia semejante volver a la vida normal, a la paz?
-Al principio, cuando uno empieza a cubrir guerras, todo es muy excitante. Uno no se plantea cuestiones morales. Pero a medida que desarrolla su trabajo, a medida que ve matar niños o que los ve agonizar, las cosas se vuelven horribles y entonces surgen los cuestionamientos. Cuando fui a Vietnam, todo me resultaba excitante: las bombas, la selva, los paracaídas, los helicópteros, las explosiones. Era Hollywood. Apocalypse Now. (…) Estuve allí doce días. Cuando me fui, parecía tan loco como los soldados norteamericanos que había fotografiado. Y me preguntaba: ¿qué tiene esto que ver con la fotografía? Después, cuando fui a Africa, llegué a un campo y vi a ochocientos niños que se morían de hambre, entonces me dije: «Despiértate».

Chipre, 1964.

-¿Usted fue herido en una de esas guerras?

-Sí. En Camboya, en los años 70. La esquirla de una de las bombas de los Khmer rojos me hirió en una pierna y me dejó sordo de un oído. Recuerdo que mis compañeros me pusieron en un camión, apilado con muertos y heridos. Un enfermero me inyectó morfina y, de repente, el mundo fue algo maravilloso. Hasta me sentí con fuerza para tomar fotografías de quienes estaban conmigo en el camión. Llegamos a un hospital donde permanecí diez días. También tuve otro accidente en El Salvador. Estaba arriba de un techo y por un bombardeo todo se vino abajo. Tenía una cámara en mi espalda. Mientras me caía tuve tiempo de pensar: «Mi columna vertebral». La cámara me rompió todas las costillas y me hizo pedazos un brazo. Me arrastré hacia otra casa donde había un soldado y una radio. Pasamos toda la noche refugiados allí. Por la mañana, me llevaron a un hospital. Volví a Inglaterra. Durante tres años, no pude levantar el brazo herido. Pero aprendí a tomar fotos con el brazo sano. Después pasé por una crisis moral. Empecé a tomar fotos de los paisajes donde vivo en Inglaterra, en Somerset. Son las tierras del legendario rey Arturo. Y ahora la gente está más interesada en mis paisajes que en mis otros trabajos.

Somerset, 1991.

-¿Cuándo decidió dejar de hacer fotos de guerra?

-Es una decisión que se fue forjando lentamente. Y ya ve usted, el año pasado quise seguir haciéndolo. De todos modos, hubo un hecho que me marcó profundamente. Estaba en Beirut y vi cómo una bomba caía sobre una casa y la destruía por completo. En la calle, había una mujer, la propietaria. Delante de sus ojos, en un segundo, había visto desaparecer todas sus posesiones, lo que había levantado en toda una vida. Yo alcé mi cámara y tomé una fotografía de ella frente a las ruinas. La mujer se dio cuenta. Vino hacía mí y me empezó a pegar. Me pegaba y me pegaba. Yo no me defendía. No tenía derecho de hacerlo. Esa foto conmovedora, por la que me pagarían mucho, la había conseguido gracias a ese hogar reducido a cenizas. Volví al hotel. Me decía: «Estoy harto de este trabajo». Fui al café a tomar algo para recuperarme. Y, al rato, apareció un amigo y me dijo: «¿Sabés una cosa?» «No me molestes», le contesté. Y él continuó: «La mujer que te pegó, la mujer a la que le destruyeron la casa, acaba de ser matada por una bomba». Regresé a Inglaterra. Desde entonces no fui el mismo. En diez años no volví a tomar fotos de guerra. Entre otras cosas, durante ese tiempo publiqué varios libros.

Mayfair London, 1965.

Usted prefiere tomar fotografías en blanco y negro. ¿Por qué?
-Porque cuando las imprimo puedo inyectarles más drama, más fuerza. Son tan distintas de mis paisajes en colores. Estos forman parte de la segunda parte de mi vida.

-¿Le interesa la fotografía digital?
-Me parece una invención importantísima. Pero prefiero el papel. Hay matices que sólo el papel puede dar. Entre otras cosas, puede provocar enfermedades. Después de pasar cuarenta años con mis manos en el agua, revelando fotografías y trabajando con ácidos, tengo artritis en mis manos. Sé que, dentro de unos años, todo será digital. Hasta va a ser difícil conseguir lo necesario para seguir trabajando con papel. Pero yo pertenezco a otra generación. Estoy acostumbrado a trabajar de otro modo.

-¿Le gusta hacer retratos?
-No. Porque para hacer una buena fotografía de gente famosa, se necesita por lo menos una hora. En una hora, se puede tener una idea de cómo es alguien, pero la gente famosa sólo concede diez minutos para una fotografía. Y, de ese modo, es imposible hacer un buen trabajo.

Beatles, Londres, 1968.

A pesar de que, en el medio fotográfico, estoy tan identificado con la acción bélica y las hambrunas, pocos meses después de haber regresado de Biafra me llamaron de parte de los Beatles y me propusieron pasar todo un día con ellos y fotografiarlos. Acepté. Recorrimos Londres con ellos y yo registré lo que hacían. Me pagaron 200 libras, lo que entonces era mucho, mucho dinero. En un momento, John Lennon me dijo: «Toma esta foto». Se tiró al suelo y se hizo el muerto. Los otros tres fingieron que estaban velándolo. Fue una fotografía profética.

Hace cuatro años publiqué un libro cuyo título es Durmiendo con fantasmas. Ese título sintetiza mi vida. En mi casa guardo miles de negativos. Esos negativos emiten una especie de energía triste. Por la noche, cuando me voy a dormir, siento esas vibraciones del pasado. Quise dejar un testimonio de lo que había vivido y escribí mi autobiografía, Unreasonable behaviour.

Seguí rodeado en Asia, en Africa y en América de espanto y de oscuridad, pero tomé distancia de las tinieblas para registrarlas. En vez de convertirme en un ser violento, o en un desecho humano, hice de ese mundo atroz que conocí en mi niñez y en mi adolescencia el tema de mis fotografías. Para librarme de la desdicha, di testimonio de ella.

Niños en Bradford, 1970s.

Entrevista a Don McCullin

Esta es una entrevista publicada en el periódico argentino La Nación el 18 de julio de 2004. Es muy larga así que he escogido los mejores fragmentos.

Don McCullin por Wattie Cheung, 2006.

¿Piensa seguir trabajando en los frentes de guerra?
No creo que vuelva a hacerlo. No es para mi edad. Voy a cumplir sesenta y nueve años en octubre y tengo una nueva esposa y un nuevo hijo, que acaba de cumplir un año. Estoy harto de la fealdad y del horror de las guerras. (…)

¿Como fotógrafo usted toma partido?
Sí. Tomo partido por los oprimidos. Cuando voy a una guerra, siempre leo todos los informes y los libros sobre los problemas que la generaron. Pero cuando se llega a los lugares de combate, es imposible actuar con una mente abierta porque las atrocidades que uno ve hacen que uno se incline por los que han sido agredidos o invadidos, por los débiles. Cuando fui a Beirut y vi a la Falange Cristiana asesinando niños y mujeres, no necesité que nadie me dijera cuál era el partido que debía tomar. Lo que la Falange Cristiana estaba haciendo era criminal, no tenía nada que ver con la política. Una vez asistí a un episodio espantoso en aquella ciudad. Fui testigo de cómo un hombre, en la escalera de su casa, rodeado por su familia, era apuntado por un miembro de la Falange. Recuerdo la mirada de ese hombre que se dirigía a mí para que yo pidiera por su vida. No pude hacer nada. Un soldado cristiano me había dicho: «Si usted toma una foto, lo mato». En ese momento, yo me preguntaba cómo aquel soldado podía llamarse cristiano y matar inocentes en nombre de Dios.

Don McCullin

Don McCullin, soldado atónito, Batalla de Hue, 1968.

¿Cuándo y cómo decidió convertirse en fotógrafo de guerra?

En primer lugar, ni siquiera sabía en mi juventud que iba a ser fotógrafo. No decidí mi profesión. Crecí en un barrio muy pobre de Londres. No tenía ninguna educación. Dejé el colegio a los quince años. Mi padre murió cuando yo tenía trece y la cólera por su muerte me cegaba. (…) Yo podría haber sido un criminal. Pero una voz me decía que no quería terminar en prisión. Amaba mi libertad. (…)

Usted estaba condenado a la violencia en su adolescencia, pero pudo evadirse de ella.
En cierto modo, sí. Mi carrera se inició y se alimentó de violencia. Uno de los chicos que formaban parte de mi grupo se enfrentó a una banda de muchachos. Llegó la policía para separarlos y alguien mató a mi amigo con un cuchillo. (…)Yo había tomado fotos como amateur de ese grupo de amigos, entre los que estaba el asesinado, y entonces las llevé a un diario muy famoso, The Observer. Eso sucedía en 1958. (…) Unas semanas después publicaron media página con mis imágenes. Y, al día siguiente, me ofrecieron un trabajo. Era algo increíble. No sabía nada de fotografía.

¿Quién le dio la máquina con la que tomó la fotografía de aquella banda?
La compré durante mi servicio militar, en Kenia. En ese entonces, había una guerra contra los Mau Mau. Las Fuerzas Armadas me enviaron a Nairobi como soldado. Procesaba films, pero no sabía nada de fotografía, ni de reportajes, cuando me contrataron en Londres. Entonces tuve que descubrir en qué consistía mi nueva profesión. Comencé a educarme. Compraba revistas, analizaba los servicios fotográficos, hablaba con fotógrafos importantes, más sofisticados que yo. Así pasaron cuatro años. The Observer me pagaba 20 dólares por dos días de trabajo semanal.

Hacía fotos de huelgas de mineros, de problemas en las industrias. Un día llegué a la redacción y me dijeron que había una guerra civil en Chipre. Me preguntaron si estaba dispuesto a ir allí. Sentí que levitaba. Esa era mi gran oportunidad. Estaba muy excitado porque los últimos meses de mi servicio militar los había pasado en Chipre. De modo que conocía muy bien el terreno al que The Observer proponía enviarme. Cubrí muchas batallas y, en particular, una que se desarrolló muy cerca de la base aérea donde yo había servido. Fui el único periodista que pudo llegar allí. Volví a Inglaterra. The Observer publicó mi trabajo que, de inmediato, fue reproducido por Paris Match, Life y otras grandes revistas de la época. Además, gané el premio de Mejor Fotógrafo de Guerra del año. Creo que pude hacer todo aquello porque en ese entonces la excitación que sentía por lo que hacía y lo que me rodeaba era más fuerte que el miedo. Pero debo reconocer que el miedo ha sido mi compañero más próximo durante treinta años.

Usted ha dicho que no está interesado en el aspecto estético de sus fotografías de guerra. Sin embargo, son famosas precisamente porque, aun cuando registra las situaciones más terribles, hay una especie de diseño muy plástico en ellas.

Hay que tener mucho cuidado con ese aspecto de la fotografía. Por supuesto, uno cuida el encuadre, la luz, pero no debe regodearse en los efectos que hacen una imagen más bella. Mi posición en ese sentido es muy clásica. No tengo el derecho de usar el dolor de la gente para elevar mi oficio a un arte. Tengo una obligación moral respecto de lo que hago y de mi trabajo. Desde luego cuido mis fotografías, pero arriesgo mi vida para tomarlas. De modo que tomo algo de ese dolor, pero también doy algo. Documento el horror.

La vida es paradójica. Fíjese que mi padre tenía un problema que, en cierto modo, me apartaba de él, a pesar de que lo adoraba. El era un jugador. Iba a las carreras. Y yo me decía que no quería ser como él, que jamás jugaría. Hoy me doy cuenta de que, comparado conmigo, mi padre era un inocente. El jugaba dinero, yo he jugado mi vida. Todos los temas que tienen que ver con la moralidad y con las reglas son muy intrincados. Ciertas decisiones son difíciles de mantener. Yo me he preguntado a menudo: «¿Tengo derecho a tomar fotografías de un hombre que va a ser ejecutado?» La respuesta es no, a menos que él me autorice. (…)

Don McCullin

Mujer turca se entera de la muerte de su marido, asesinado por la milicia griega. Chipre, 1964.

¿Es difícil después de una experiencia semejante volver a la vida normal, a la paz?
Al principio, cuando uno empieza a cubrir guerras, todo es muy excitante. Uno no se plantea cuestiones morales. Pero a medida que desarrolla su trabajo, a medida que ve matar niños o que los ve agonizar, las cosas se vuelven horribles y entonces surgen los cuestionamientos. Cuando fui a Vietnam, todo me resultaba excitante: las bombas, la selva, los paracaídas, los helicópteros, las explosiones. Era Hollywood. Apocalypse Now. (…) Estuve allí doce días. Cuando me fui, parecía tan loco como los soldados norteamericanos que había fotografiado. Y me preguntaba: ¿qué tiene esto que ver con la fotografía? Después, cuando fui a Africa, llegué a un campo y vi a ochocientos niños que se morían de hambre, entonces me dije: «Despiértate».

¿Usted fue herido en una de esas guerras?

Sí. En Camboya, en los años 70. La esquirla de una de las bombas de los Khmer rojos me hirió en una pierna y me dejó sordo de un oído. Recuerdo que mis compañeros me pusieron en un camión, apilado con muertos y heridos. Un enfermero me inyectó morfina y, de repente, el mundo fue algo maravilloso. Hasta me sentí con fuerza para tomar fotografías de quienes estaban conmigo en el camión. Llegamos a un hospital donde permanecí diez días. También tuve otro accidente en El Salvador. Estaba arriba de un techo y por un bombardeo todo se vino abajo. Tenía una cámara en mi espalda. Mientras me caía tuve tiempo de pensar: «Mi columna vertebral». La cámara me rompió todas las costillas y me hizo pedazos un brazo. Me arrastré hacia otra casa donde había un soldado y una radio. Pasamos toda la noche refugiados allí. Por la mañana, me llevaron a un hospital. Volví a Inglaterra. Durante tres años, no pude levantar el brazo herido. Pero aprendí a tomar fotos con el brazo sano. Después pasé por una crisis moral. Empecé a tomar fotos de los paisajes donde vivo en Inglaterra, en Somerset. Son las tierras del legendario rey Arturo. Y ahora la gente está más interesada en mis paisajes que en mis otros trabajos.

Don McCullin

Don McCullin, Somerset, 1991.

¿Cuándo decidió dejar de hacer fotos de guerra?

Es una decisión que se fue forjando lentamente. Y ya ve usted, el año pasado quise seguir haciéndolo. De todos modos, hubo un hecho que me marcó profundamente. Estaba en Beirut y vi cómo una bomba caía sobre una casa y la destruía por completo. En la calle, había una mujer, la propietaria. Delante de sus ojos, en un segundo, había visto desaparecer todas sus posesiones, lo que había levantado en toda una vida. Yo alcé mi cámara y tomé una fotografía de ella frente a las ruinas. La mujer se dio cuenta. Vino hacía mí y me empezó a pegar. Me pegaba y me pegaba. Yo no me defendía. No tenía derecho de hacerlo. Esa foto conmovedora, por la que me pagarían mucho, la había conseguido gracias a ese hogar reducido a cenizas. Volví al hotel. Me decía: «Estoy harto de este trabajo». Fui al café a tomar algo para recuperarme. Y, al rato, apareció un amigo y me dijo: «¿Sabés una cosa?» «No me molestes», le contesté. Y él continuó: «La mujer que te pegó, la mujer a la que le destruyeron la casa, acaba de ser matada por una bomba». Regresé a Inglaterra. Desde entonces no fui el mismo. En diez años no volví a tomar fotos de guerra. Entre otras cosas, durante ese tiempo publiqué varios libros.

Usted prefiere tomar fotografías en blanco y negro. ¿Por qué?
Porque cuando las imprimo puedo inyectarles más drama, más fuerza. Son tan distintas de mis paisajes en colores. Estos forman parte de la segunda parte de mi vida.

¿Le interesa la fotografía digital?
Me parece una invención importantísima. Pero prefiero el papel. Hay matices que sólo el papel puede dar. Entre otras cosas, puede provocar enfermedades. Después de pasar cuarenta años con mis manos en el agua, revelando fotografías y trabajando con ácidos, tengo artritis en mis manos. Sé que, dentro de unos años, todo será digital. Hasta va a ser difícil conseguir lo necesario para seguir trabajando con papel. Pero yo pertenezco a otra generación. Estoy acostumbrado a trabajar de otro modo.

Don McCullin

Don McCullin. Beatles, Londres, 1968.

¿Le gusta hacer retratos?
No. Porque para hacer una buena fotografía de gente famosa, se necesita por lo menos una hora. En una hora, se puede tener una idea de cómo es alguien, pero la gente famosa sólo concede diez minutos para una fotografía. Y, de ese modo, es imposible hacer un buen trabajo.

A pesar de que, en el medio fotográfico, estoy tan identificado con la acción bélica y las hambrunas, pocos meses después de haber regresado de Biafra me llamaron de parte de los Beatles y me propusieron pasar todo un día con ellos y fotografiarlos. Acepté. Recorrimos Londres con ellos y yo registré lo que hacían. Me pagaron 200 libras, lo que entonces era mucho, mucho dinero. En un momento, John Lennon me dijo: «Toma esta foto». Se tiró al suelo y se hizo el muerto. Los otros tres fingieron que estaban velándolo. Fue una fotografía profética.

Hace cuatro años publiqué un libro cuyo título es Durmiendo con fantasmas. Ese título sintetiza mi vida. En mi casa guardo miles de negativos. Esos negativos emiten una especie de energía triste. Por la noche, cuando me voy a dormir, siento esas vibraciones del pasado. Quise dejar un testimonio de lo que había vivido y escribí mi autobiografía, Unreasonable behaviour.

Seguí rodeado en Asia, en Africa y en América de espanto y de oscuridad, pero tomé distancia de las tinieblas para registrarlas. En vez de convertirme en un ser violento, o en un desecho humano, hice de ese mundo atroz que conocí en mi niñez y en mi adolescencia el tema de mis fotografías. Para librarme de la desdicha, di testimonio de ella.

Pie de foto: «Snowy» de Don McCullin.

Snowy, Cambridge, 1970s

Estaba en Cambridge,  era un artista callejero. Lo llamaban Snowy y solía hacer cosas desagradables pero era inofensivo. Cuando lo vi, no me lo podía creer. Cogió uno de sus ratones y se lo metió en la boca y, como fotográficamente siempre busco lo excéntrico, simplemente me resultaba cada vez mejor. La fotografía se convirtió en una postal. El único sitio donde tuvo éxito fue en Australia. No funcionó muy bien en Inglaterra.

Metro.

Citas: Don McCullin.

Me han manipulado, y yo he manipulado a otros, fotografiando su respuesta al sufrimiento y a la miseria. Soy culpable en ambas direcciones: culpable porque no practico religión alguna, culpable porque podía haber ido a caminar a otro lado, mientras que ese hombre moría del hambre o era asesinado por otro hombre con un arma. Y estoy cansado de la culpa, cansado de decirme: “No maté a ese hombre en esa fotografía, yo no maté de hambre a ese niño”. Por eso busco paisajes y  flores en la fotografía. Me estoy condenando a mí mismo a la paz.

Fuente: Fotógrafos en la red.

Entrevista a Ferdinando Scianna. (II)

No os perdáis la primera parte.

Autorretrato, Milán, 1998.

-¿Tiene claro lo que busca o más que buscar, encuentra?

-Encuentro. Uno piensa en buscar elementos concretos: miradas, grupos, atmósferas, tensiones, pero luego halla otras cosas. Hay dos tipos de fotógrafos: los que saben lo que buscan, y los que encuentran y como, tras hallar algo, saben lo que estaban buscando. Como dice Leonardo Sciascia y el Dios de Pascal: “Tú lo encuentras y ya lo tienes adentro”.

-Usted entra en Magnum: un mito para todos nosotros. Encarna la fotografía del compromiso, social…

-Magnum es todo eso, es una leyenda. Su origen es fundamental. Hay un aventurero muy implicado moralmente, con ética, como Robert Capa, que también era un maravilloso hombre de negocios. Había un burgués que era un artista surrealista, Cartier-Bresson. Estas son constantes de Magnum: compromiso con el mundo, punto de vista idealista hacia el mundo, y a la vez punto de expresión individual. Yo sé que Magnum ha sobrevivido no sólo para sus grandes fotografías, sino porque también se hace mucho trabajo comercial. Trabajar para Magnum es como comprarse el tiempo y la oportunidad para seguir en su propio proyecto.
-Me he fijado en su expresión “aventurero con ética” dedicada a Capa.

-Es una cita de Cartier-Bresson. Dice: “Nosotros somos aventureros, pero con ética como Bob Capa”. La fotografía es aventura. Robert Capa es un hombre que se inventaba la existencia, que se inventó un nombre, un personaje; cuando Ingrid Bergman le propuso casarse con él en Hollywood, ya había escrito su vida como un guión para una película, le dijo: “¿Quieres casarte con Robert Capa? No sabes que Robert Capa no existe. Lo he inventado yo. Imagínate: nos casamos y te encuentras con André Friedman”. André Friedman era su verdadero nombre. Aventurero significa esto: Capa se inventó literariamente un personaje y vivió su vida; luego murió demasiado pronto, a los 42 años, e ingresó en la leyenda. Hay gente que sostiene que si no se hubiera muerto, Capa no existiría: estaba aburrido de la fotografía, quería dedicarse a escribir, pensaba retirarse, pero como no hay iglesia sin mártires, la muerte de Capa, la muerte de Werner Bischof, la muerte de David Seymour en un año, creó los mártires y cristalizó la iglesia. Y Magnum ya ha cumplido más de medio siglo.

Cantores, Bagheria, 1962.

-¿En qué medida ha sido usted un aventurero?

-Muy poco. La gente piensa que yo he tenido coraje pero yo siempre he huido de situaciones insoportables. La mía sería la aventura del fugitivo.

-¿Quiere eso decir que nunca hubiera sido un fotógrafo de guerra?

Ornella Muti, 1996.

-Nunca. Por muchas razones. Porque mi idea de la aventura no es ésta y porque tengo muchísimas perplejidades sobre el sentido mismo que tiene hoy la fotografía de guerra como una de las formas de la sociedad del espectáculo. No le quito valor a muchísimos fotógrafos, los admiro; muchos de ellos dicen, como decía Capa, que odian la guerra, pero no pueden vivir sin ella. Hay algo de drogadicción. Si usted conociera a Don McCullin: es un hombre herido, atormentado, que ha intentado huir de eso pero no puede. Tiene un libro que se titula: “Durmiendo con fantasmas”.

-La fotografía, ¿qué es para usted: memoria, documento, interpretación de la realidad…?

-Para mí la fotografía es mirar intentando ver. En mi último libro, hay una frase que dice: “Pienso para mí que el más grande alcance que puede conseguir una fotografía es acabar en un álbum de familia”. Uso esa metáfora para decir, por ejemplo, como se podría decir de la foto del miliciano de Capa, que eso pertenece al álbum de familia de millones de hombres, del mundo. Pero siempre hay que mirarla de una manera especial, con cariño, igual que cuando miras la foto de tu madre. Y eso es el misterio. En la fotografía lo que más me apasiona, más que su dimensión estética o expresiva, es la huella de vida que hay en ella, adentro, algo misterioso. Si usted enseña un dibujo de su madre, dirá: “Este es un dibujo de mi madre cuanto tenía 20 años”. Si enseña una foto, dirá: “Esta es mi madre”.

-Quizá por todo esto que dice, parece usted escéptico hacia los nuevos caminos de la fotografía, vinculados a las nuevas tecnologías: foto digital,
los soportes, la foto conceptual o la abstracción…

-De eso soy muy escéptico. No me encaja: no llega a interesarme. Me interesa en un sentido intelectual, y puedo llegar a entenderla, como entiendo la pintura. La fotografía, no sólo técnicamente, se enfrenta a un cambio que puede significar que se acaba una definición que es su naturaleza, su aparato óptico, químico, físico, que le da también un estatuto cultural en la sociedad. Vamos hacia otra cosa: en poco tiempo no va a haber fotografías en los carnets de identidad. Eso significa que el sentido que nosotros hemos dado a la fotografía, hasta el punto de hacerlo coincidir con nuestra identidad, se acaba, y empieza otra historia. De lo que estoy seguro es que la exigencia de una relación con el mundo, sea real o ficticio el mundo, para averiguar que existe, que ha existido tu madre o un amor, permanecerá. Los hombres siempre van a inventar cosas para intentar creer que el mundo existe y para consolarse de la perplejidad esencial que es saber que van a morir.

-¿Qué porción hay de realidad y de ilusión en la fotografía?

-La fotografía muestra, no demuestra. No se puede fotografiar la tristeza ni la imbecilidad, pero el imbécil si se puede retratar o una mujer triste. La fotografía es extraordinaria porque funciona en singular, en términos temporales y espaciales. Usted puede pintar una manzana si no está enfrente de una manzana, pero no puede fotografiar una manzana si no la está viendo. La imagen de la manzana le da a la foto de la manzana un estatuto totalmente diferente del dibujo de la manzana porque te habla del momento en el cual esa manzana existió.

-Y eso, claro, tiene que ver con la muerte…

-Son inseparables. Porque no solamente, como dice Alberto Savinio, la fotografía nos ha enseñado por primera vez el instante de la muerte, sino porque cada fotografía celebra la muerte de un instante.

-Ha pasado el 11-S. ¿Qué reflexión le merece?

-El 11-S es ante todos un hecho televisivo. Recuerdo que aquel mismo día yo tenía dos costillas fracturadas, estaba en Sicilia en casa de mi madre, me despiertan al momento, y dicen: “Ven a ver la televisión. Pasa algo increíble”. Había caído la primera torre, y luego vi caer la segunda; antes de que fuese de noche, esto lo había visto 25 veces. Y después de este momento, lo he visto, puede ser, mil veces. El hecho ya no es sólo lo que pasó el 11-S, sino esta repetición que entra a formar parte de un tiempo diferente de nuestra relación con la realidad; después, lo más emocionante que hemos visto son las fotos. Y eso tiene que ver con un mecanismo de la memoria y de la conciencia. Hicieron una encuesta sobre la guerra del Vietnam en los Estados Unidos acerca de qué les hizo tomar conciencia de que era una cosa mala. La gente dijo: “La televisión. Íbamos a comer, a cenar, y siempre veíamos a nuestros hijos que morían allá”. Luego preguntaron: “¿De qué imagen se acuerda usted?”. Y nadie habló de una imagen vista en la tele, sino en una revista o en la prensa. La memoria no es una película, la memoria son fotos.

Nueva York, 1986