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Exposición de Eugène Atget en la Fundación Mapfre

La Fundación Mapfre acoge desde mañana en Madrid una nueva exposición compuesta por 228 fotografías del fotógrafo francés Eugène Atget (Libourne, 1857-París, 1927), singular maestro, cuya aportación a la historia de la fotografía ha sido fundamental. Sus enigmáticas imágenes han inspirado y siguen inspirando a muchos artistas a lo largo del siglo XX.

La exposición, que lleva como título Eugène Atget. El viejo París, muestra aquella capital francesa que estaba llamada a desaparecer por la llegada de la modernidad entre 1898 y 1924: calles, fachadas, detalles de ornamentos arquitectónicos, los pequeños comercios y sus gentes… Fotografías míticas llenas de belleza y misterio.

Atget, fotógrafo anclado a la tradición y la historia, fue, sin embargo, aclamado por el movimiento surrealista que rápidamente reconoció la innovación en su mirada. La muestra se completa con el álbum de Man Ray, compuesto por 44 fotografías de Atget, que permiten apreciar su modernidad. 

Maestro de maestros

E. Atget (1856-1927) constituye un referente imprescindible para la fotografía documental. Cuando varias de sus imágenes aparecieron en La Révolution surréaliste y él insistía en que sólo hacía “documentos para artistas”, no podía imaginar que muchos de esos documentos trascendían el objetivo para el que los había creado y no iban a ser superados en pureza e intensidad de visión; más aún: que formarían parte de los inicios de una de las corrientes fotográficas más poderosas y que se extiende hasta nuestros días.

Algunos de los jóvenes fotógrafos residentes en París en aquella época y que se movían en el círculo surrealista, como Henri Cartier-Bresson, Brassaï, Berenice Abbott o Walker Evans, recibieron una fuerte influencia no solo de la composición temática de Atget, sino también de su manera sistemática de abordar el tratamiento fotográfico de un lugar.

El valor de lo insignificante

Walker Evans –quien después de contemplar las fotografías de Atget que le había regalado Berenice Abott escribía: “me sentí electrizado y alarmado”– aprendería de Atget el valor cultural de lo insignificante y también el valor específico de la fotografía como documento.

La inmensa tarea que se planteó Atget –comprender e interpretar en términos visuales la tradición viva y antigua de su ciudad– pasa a la siguiente generación a través de los discípulos de Evans, entre los que se cuentan Robert Frank, Garry Winogrand o Lee Friedlander, junto a otros muchos que irán formando un linaje que llega hasta la actualidad en fotógrafos como Bern y Hilla Becher o Fazal Sheikh.

La imágenes de esta muestra provienen del Musée Carnavalet de París, la George Eastman House y las Colecciones de la Fundación Mapfre.

Madrid. Eugène Atget. El viejo París. Fundación Mapfre. 

Del 27 de mayo al 27 de agosto de 2011.

Hoyesarte.

Además, a partir de la semana que viene, van a hacer un ciclo de conferencias sobre Eugène Atget y la fotografía documental en el Auditorio de la fundación.  Aquí podéis ver el programa.

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Entrevista a Robert Frank

Encuentro en Manhattan con el autor de The Americans, una mirada cínica de la sociedad estadounidense. A los 83 años, habla de sus comienzos y de la beat generation, mientras prepara una muestra que se verá en el Museo Fernández Blanco. Daniel Merle, 2007

«Es bastante sorprendente ver a un tipo que mientras maneja el automóvil, de repente levanta su pequeña cámara alemana de trescientos dólares con una mano, y dispara a través del parabrisas sucio hacia algo que está frente a él. Y, más tarde, cuando la película ya está revelada, comprobar que esas estrías de suciedad no afectan la luz, ni la composición, ni detalle alguno de la imagen. Más bien parecen realzarla.»

Jack Kerouac, 1958.

Miércoles 25.

Son las tres de la tarde y llego caminando por Bleecker Street desde el oeste. Estoy frente a la puerta verde, cuya única inscripción es el número 7. A mi izquierda, garabateado con marcador sobre el portero eléctrico, dice: «Correo: toque el timbre y pase la correspondencia por debajo de la puerta, o golpee fuerte en el medio de la puerta». Lo hago tres veces. Nadie contesta. De repente, se abre la cortina metálica del sótano a mi izquierda y reconozco la cara de June (artista plástica y esposa de Robert Frank desde 1975) que me invita a pasar. Bajo dos escalones y puedo ver que Frank está acostado en una cama junto a la ventana que da a la calle. Hace calor. Frank trata de incorporarse, pero apenas lo logra. Entro al cuarto y lo veo por primera vez de cuerpo entero: se ha sentado en la cama y tiene frente a sí una vieja máquina de escribir sobre una mesita. La cama está llena de libros, revistas, una cartera de mujer, las sábanas revueltas. Está vestido con camisa y pantalón, el cinturón desabrochado. Su desaliño coincide con el resto del ambiente. Nunca le han interesado la pulcritud personal ni el orden o la limpieza de los lugares en los que vive.

No puedo observar mucho más por la cantidad inmensa de objetos que me rodean. Me concentro en su cara cansada, agobiada por el calor de la tarde. Lo veo triste, un poco desorientado. Tiene 83 años. Estoy frente a la última leyenda viviente de la fotografía.

Durante las dos horas que conversamos, Frank permanece alternativamente acostado o sentado en la cama. Solo cuando se entusiasma con la charla se levanta y se sienta en una vieja butaca. Me invita a que me ubique frente a él mientras sigue mirando hacia Bleecker Street. Los ecos de una discusión llegan hasta nosotros. Dos personas se gritan por unas verduras. Uno contesta (o insulta) en chino. Frank sonríe. Le gusta escuchar las voces que vienen de la calle.

-¿Cómo se siente hoy?

-Cansado, muy cansado. Han pasado muchas cosas en las últimas semanas. Estuve en España, y en Suiza, donde se está terminando una nueva edición de The Americans . Es la misma versión que aquella primera. No le he cambiado nada. Es el mismo libro de hace casi 50 años.

-Usted ha dado muy pocas entrevistas. Me pregunto por qué.

-Bueno, pero se ha escrito mucho sobre mí.

-Además de la exposición sobre su trabajo, que se inaugurará próximamente en el Museo Fernández Blanco, una de las razones por las que estoy aquí es que usted es, en Buenos Aires como casi en todo el mundo, una leyenda…

-No entiendo mucho eso de la leyenda; yo creo que es un malentendido. Hay muchos otros fotógrafos en el medio, (Josef) Koudelka por ejemplo, y otros más. Bueno, quizá no tantos. En América Latina hay muy buenos fotógrafos. Tal vez, lo que llama la atención del público es que siempre he sido independiente. No me dediqué al fotoperiodismo. Entonces, algunos me consideran de alguna manera más «puro». Aprendí además, cuando era muy joven, a proteger mis fotos. Desde que hice mis primeros trabajos para Harper’s Bazaar en los años 40, para Alexey Brodovitch, me di cuenta de que si alguien que no fuera yo escribía los epígrafes de mis fotos, el verdadero significado de la imagen podía ser manipulado. Tenía esta idea básica de lo que era mi independencia.

-Pero usted ejerce aún hoy una gran influencia en las nuevas generaciones de fotógrafos en todo el mundo.

-Quizás sea porque me siento comprometido con mis fotos y no dejo que se publiquen si no estoy conforme con ellas. Tuve la oportunidad de publicar The Americans cuando era aún muy joven. No estaba interesado en hacer historias fotográficas como las que se hacían en la revista Life . Estaba interesado solamente en mis fotos. Y The Americans me permitió expresar lo que yo veía del pueblo norteamericano. Tenía algo así como una mirada virgen. Una mirada fresca, abierta a las sorpresas. Viajé por todo el país y cada cosa que veía me sorprendía. Fueron buenos tiempos. Yo no era una persona sofisticada, pero sabía que era un fotógrafo. No estaba impulsado por nada intelectual. Me guiaba la intuición. Había gente que era absolutamente nueva para mí. Por ejemplo, la gente de color.

-¿Cómo hizo la edición de The Americans?

-Primero hice copias de contacto de todas las fotos. Seleccioné unas cuantas y las imprimí más grandes. Las pegué sobre la pared. Las miraba y las iba ordenando de acuerdo con algunos temas simples: paisajes, gente en autos, carteles, banderas… Hice una maqueta y la llevé a París. La maqueta no encajaba en la colección que Robert Delpire hacía en ese entonces, una especie de enciclopedia. Así que decidió hacer un libro un poco más pequeño que mi maqueta. Eliminó dos o tres imágenes y dijo que tenía que haber un texto. Yo dije que no quería ningún texto. Pero finalmente lo pusimos.

-Usted había leído a William Faulkner y estaba interesado en que él escribiera una introducción para el libro.

-Sí, había leído a Faulkner. Tenía una manera de escribir conmovedora. Luego leí a Camus, a Sartre. Leí La edad de la razón , pero lo encontraba muy difícil, demasiado filosófico para mí. El extranjero de Camus, tuvo una gran influencia sobre mí en aquellos tiempos. La certeza de estar solo y ser diferente a los demás… Creo que ser independiente y fuerte es una buena manera de pasar por la vida. Uno tiene que ser fuerte. Camus era un gran escritor precisamente por la simplicidad de su lenguaje.

-¿Recuerda la primera vez que tomó una fotografía? ¿Qué sintió en ese momento?

-En Zurich era aprendiz de un fotógrafo en el estudio de Hermann Segesser; tenía 17 años… Él me dio una pequeña cámara que usaba negativos de vidrio. Me dijo: «Andá y sacá una foto». Mi padre también hacía fotografías. Tenía incluso una cámara estereoscópica. Hice la foto de una iglesia. Era el edificio más grande del barrio, un barrio de clase media acomodada. Esa iglesia está hoy exactamente igual que entonces. Tenía esa imagen en un pedazo pequeñito de vidrio. Me gustaba Segesser. Vivía arriba de nuestro departamento. A mi padre también le resultaba simpático. Y él me permitió ser su aprendiz. A veces las placas de vidrio se rompían. Entonces él las sumergía en una solución química y con mucho cuidado desprendía la emulsión entera del vidrio quebrado y la trasladaba a una placa de vidrio nueva. Era un procedimiento muy delicado. La fotografía se estaba convirtiendo en algo fascinante para mí. Mi primera cámara fue una Rolleiflex con la que empecé a fotografiar todo aquello que me interesaba. Cosas muy aburridas, la cosecha de la uva, animales, cerdos principalmente, actividades del campo, cosas muy simples. No lo hacía por encargo sino para mí mismo. Después, a través de mi padre, conseguí un trabajo en una gran compañía fotográfica, pero era algo muy mecánico, una cadena de producción. Duré dos días en ese trabajo. Entonces mi padre me dijo: «Es muy bueno que quieras ser un fotógrafo, pero vas a tener que pensar en algo más para ganarte la vida». Las chances de vivir de la fotografía en aquellos tiempos eran pocas. Y además estaba la guerra. Suiza estaba aislada. Fui a Ginebra. De casualidad encontré a un hombre, en el mercado, que me dijo que era fotógrafo. Su nombre era Kubra y miraba mi motocicleta; estaba muy interesado en la motocicleta que tenía en aquel momento. Y me ofreció ser su ayudante. Siempre fui muy afortunado con la gente.

-¿Siente que todavía es una persona afortunada?

-Bueno, me han sucedido cosas terribles durante mi vida… [N. de la R.: su hija Andrea murió en un accidente aéreo en Guatemala en 1974; su hijo Pablo, que padeció problemas psicológicos toda su vida, murió en 1994.] Ahora soy un hombre viejo. Tuve una buena vida. Me siento feliz de hacer algún trabajo todavía. Poner orden en la obra que hice a lo largo de mi carrera. Además, tengo a mi esposa June. Ella es muy talentosa y ha sido una inspiración en mi vida. Ella es una mujer firme, absolutamente honesta. Eso me impresiona.

-Una vez usted dijo que su mujer, June, era más libre en su arte (la pintura y la escultura) que usted en la fotografía, porque ella tenía una hoja en blanco frente a sí, mientras que su mirada estaba mediatizada por la cámara .

-Todavía pienso lo mismo. La técnica fotográfica es una limitación. Pero eso me ha impulsado a experimentar con otra clase de cámaras. Las limitaciones son un medio para descubrir otras cosas, pero al final son siempre las mismas limitaciones.

-El descubrimiento de la Leica, cine, video, polaroids, collage…

-Sí, a veces uno «se mete en el bosque». Pero es la curiosidad la que me impulsa. Eso me hace tomar riesgos. No es posible ser un fotógrafo si no se toman riesgos.

-¿Cuáles son las condiciones necesarias para llegar a ser un fotógrafo?

-Hay que tener capacidad de persistir. Lograr una cierta cantidad de trabajo que vaya en una determinada dirección. En ese camino, la dirección puede ser intuitiva o fruto de un concepto. Las cosas llegan por intuición o por concepción.

-¿Y cuál fue el camino que eligió usted?

-¡Yo elegí el camino correcto! [risas] Tuve la oportunidad de hacer un libro muy temprano en mi carrera y eso definió mi dirección. Intenté publicar The Americans en los Estados Unidos, pero sólo encontré editor en París. He vivido en este lugar casi toda mi vida (la calle Bleecker, en el Lower East Side neoyorquino), pero ahora nos mudamos a un departamento más moderno, con ascensores, más confortable, a cinco minutos de aquí. Vengo todos los días a este estudio a leer, a trabajar. Pero volviendo al tema de los caminos, me parece que hoy video y fotografía se complementan. El campo para hacer dinero se amplía notablemente.

-¿Y para hacer arte?

-Nunca creí en hacer arte como fotógrafo. Me parece un gran error decir ARTE en letras mayúsculas. Yo creo que hice buena fotografía de acuerdo con mi propia visión. Tal vez sea muy difícil llegar a tener una visión clara como fotógrafo. Hoy la gente es más inventiva. Hay más fotógrafos persistiendo en diferentes formas. Paisajes, retratos, ciudades. No me gustaría empezar otra vez. No creo que pueda fotografiar la ciudad como lo hice en los años 50. Ahora fotografío con esa cámara. [Señala una Lomo, una cámara de plástico de muy bajo costo, sobre la mesa de luz.] Es una clase de entretenimiento para mí. Tengo que hacer algo para pasar el tiempo. Viajo mucho y siempre llevo esta pequeña cámara de plástico. Voy a una casa de fotografía cerca de aquí y encargo copias de contacto. A veces marco una o dos y las copio más grandes.

-Walker Evans fue catalogado como un documentalista, aunque él decía que no lo era, que era un artista .

-Sí, creo que él era un artista, porque quería ser un artista. Fue educado para ser un artista. Era muy claro en ese sentido. Pero ese nunca fue mi propósito. Gracias a su influencia conseguí la beca Guggenheim, y el hecho de que se publicara mi libro me ayudó mucho a tener un nombre como fotógrafo. Pero seguimos caminos diferentes. Hay una cita de Yeats que dice: » The horseman passes by and cast the cold eye » («El jinete pasa y lanza una fría mirada»). Yo no creo haber tenido un ojo frío. Walker Evans lo tenía. Un ojo calculador. …l miraba un auto en la calle. Pensaba que la luz sería mejor una hora más tarde, el momento adecuado, el encuadre. Un sentido de la precisión. Yo nunca fui de esa manera, aunque sabía cómo hacerlo, porque por un tiempo fui su asistente.

-Antoine de Saint-Exupéry en El Principito dice que las palabras son la fuente de todos los malentendidos. En la muestra que se va a inaugurar en Buenos Aires, se podrá ver esa imagen en que aparecen dos o tres fotos de Los Americanos que cuelgan de una cuerda, prendidas con broches para la ropa, mientras que en el extremo derecho se lee «Words» (palabras) sobre un fondo negro…

-Usé las palabras como una manera de destruir las fotos. Creo que hay algo más importante que las fotos. Y lo escribo directamente sobre los negativos. Pero se trataba apenas del fotograma de una película; no creo que fuera una gran foto.

-¿El público encuentra en sus fotografías significados que a usted no lo representan?

-¿Cuál es el público? Yo pienso que los críticos llegaron temprano a mi carrera. Ellos han desarrollado un tipo de admiración sobre mi trabajo, sobre mi personalidad. Mucha gente que escribe sobre mí nunca ha visto mis fotos. Me gustaba Johnny Cash cantando » I am a pillgrim and a stranger» . Ya no soy un marginal, pero no quiero tener nada que ver con el establishment . No tengo muchos amigos. Todos los amigos de la beat generation ya se han ido. Y cuando uno se vuelve viejo se da cuenta de una cosa: más que ser marginal, en realidad uno está solo. La gente no tiene tiempo. Incluso yo no tengo tiempo. No tengo paciencia para escuchar a otra gente. No conozco gente joven. Encuentro que vivir en esta hermosa ciudad es suficiente para mí. Tengo la energía necesaria para vivir aquí, con la ayuda de June. Todo cambia cuando uno se vuelve viejo. El paisaje cambia. Y uno se da cuenta cuando el deterioro físico comienza. …sa es la señal. Ya no enseño, por ejemplo. Lo hice en diferentes lugares durante algún tiempo. No lo hago desde hace más de diez años. Ya no tengo la energía física, la paciencia. Creo que todo lo que podía enseñar era cuánto esfuerzo requiere llegar a cierto reconocimiento en el mundo de la fotografía, a tener un nombre.

-¿Cuáles son las principales cualidades que debe tener un buen fotógrafo?

-Una buena lección me la dio Allen Ginsberg hace poco más de diez años… Él estaba enseñando poesía, creo. Se sentó y miró hacia la mesa [señala la mesita donde está su máquina de escribir], y describió lo que veía: las patas, el tipo de madera, los papeles sobre la mesa, el frasco de las medicinas, la máquina de escribir. Lo que uno veía era exactamente lo que él estaba diciendo. No había poesía en la mesa, pero la sola descripción podía convertirse en poesía. Ginsberg tenía un sentido del ritmo y una increíble cantidad de palabras para combinar en su mente. Tenía una manera de ver profética. Otra cualidad suya fue el coraje… Era un marginal, un homosexual, estaba en contra del sistema, era judío. Sí, tenía un tremendo valor, que también venía de su madre, que era loca. Peter Orlovsky, que fue amante de Ginsberg, también era una persona absolutamente libre. La última cualidad [para ser un buen fotógrafo] es la curiosidad. Correr el riesgo. No hay reglas en esto.

Robert Frank me pregunta acerca de la pequeña cámara digital que llevo en el bolsillo. Se la muestro y la examina cuidadosamente. Está muy interesado. Hace un par de tomas. Se da cuenta de que la pantalla de la cámara muestra la imagen demasiado clara. La quiere ver más oscura. Pregunta cuánto cuesta. Pregunta si hago copias en papel de las fotos que tomo. » Very nice camera, wonderful! «, dice. Busca los anteojos para observarla más detenidamente. Le pregunto si le puedo hacer algunas fotos, y accede, sin distraerse de la meticulosa observación que sigue haciendo de mi cámara digital. Me pregunta si el foco es automático, quiere saber acerca de todos los controles. Le pregunto si le gustaría comprar una. «No, no. Conozco muchos fotógrafos que usan estas pequeñas cámaras digitales… ¿Tiene más preguntas? A veces me canso de ser el objeto de tantas preguntas.»

-¿Qué fotógrafos han influido en su obra?

-Un fotógrafo suizo; su nombre era Tukenov. Bill Brandt, Walker Evans. Bill Brandt influyó más, era una personalidad más sombría que Walker. La fotografía que yo hacía no se practica más. Las cosas han tomado otra dirección, especialmente en Alemania. A veces me canso bastante en el intento de recordar los nombres… He visto buenos libros últimamente… Olvido los nombres.

June interviene en la charla. Dice: «No me gusta ser una mujer policía, pero en los últimos seis meses he tenido que serlo porque Robert se ha enfermado». Frank cuenta que June lo protege y mucho. Y June vuelve a hablar para decir: «Yo soy muy protectora de Robert, pero también de mí misma… Él tiene 83 años; yo voy a cumplir 78. Tenemos límites. Venga mañana para hacer las fotos».

Jueves 26.

Llego a la cita programada con June: a las 10 en punto, 15 minutos sólo para hacer las fotos. La encuentro en la calle. Está hablando con un señor que tiene puesto un delantal blanco. Es el dueño de un local lindante con el edificio de Frank. Están discutiendo sobre unos equipos de aire acondicionado que han instalado y que dan al patio trasero de los Frank. Hacen mucho ruido y Robert no puede dormir a la hora de la siesta.

Entro al estudio de June, en el primer piso del edificio. Dos pinturas enormes sobre la pared de la izquierda representan la única zona relativamente despejada en el lugar. Ahí se acumulan objetos, obras inacabadas, un yunque, un trozo de leña y un hacha, metales, un equipo de soldadura. Decenas de pequeños dibujos, fotos, recuerdos, libros, una escultura en metal (tamaño natural) de un hombre sentado que tiene un fuelle de cuero en el vientre; si uno aprieta fuerte el fuelle, sale aire de la boca del hombre metálico. June se ríe, satisfecha con su obra. Mientras recorta de un papel un dibujo a lápiz de unos niños haciendo una ronda y lo pega en una página del libro que me regala, June dice: «Es bueno mostrar cómo las grandes cosas vienen de aquellas que son pequeñas. Robert me necesita mucho últimamente, así que es un poco difícil abocarme todo el tiempo a mi trabajo ahora».

Me conduce por un pasillo y subimos una escalera. En un rincón puedo ver decenas de latas de película de 35 mm (quizá copias de la producción fílmica de Frank). Llegamos a una puerta negra. June me invita a pasar, el aire está fresco. Es un rectángulo un poco angosto, con una ventana sobre la izquierda. Frank está sentado frente a un tablero, tratando de escribir sobre unas hojas que todavía están vacías. Comienzo a tomar fotos, en silencio. Ambos se quedan en el cuarto. Ella se sienta en la cama… Él trata de garabatear algo en un papel. No saben qué hacer. A Frank le resulta muy molesto ser fotografiado. Se siente incómodo, no quiere mirar a la cámara. Después de unos minutos, June se retira.

Picture time! El tiempo para hacer las fotos no tiene que durar mucho, dice Frank. «Después de todo, sólo necesita una o dos, ¿no?».

-¿Puede mostrarme algunas cosas que ama de las que hay en este cuarto?

-Esta es mi hija Andrea. [Es lo primero que señala, una foto enmarcada, colgada en la pared frente a su tablero]. Esta es una muy buena pintura que hizo June de mi hijo Pablo y yo [una pequeña pintura en la pared opuesta a su escritorio]. Y este se supone que es Benito Mussolini [se acerca a una inmensa placa de corcho y señala una tarjeta postal]. La encontré en alguna parte, no recuerdo dónde. Cuando hice la milicia en Suiza, fui asignado a un batallón de montaña. Fue una buena manera de estar entrenado, una buena educación también. Nunca más fui a la montaña, pero llegué a ser un buen esquiador. Mussolini era casi una broma. Pero Hitler era algo serio. Déjeme mostrarle el otro cuarto…

Pasamos a una habitación más amplia, con dos ventanas que dan a la calle. Sobre una mesada y en las estanterías hay una cantidad de recuerdos. Su vieja cámara VHS. «Ya no vivo aquí, uno se cansa de estar rodeado todo el tiempo por tantos recuerdos.» Frank busca su Polaroid SX-70 y me dice que quiere tomarme una fotografía. Intenta cargarla con diferentes magazines , pero están todos vencidos. «Me gusta esta cámara». Le ofrezco mi cámara digital, pero la rechaza. Dice que las baterías que vienen incorporadas en el magazine de la película de su Polaroid están agotadas. Persiste. Finalmente puede cargar uno. Me pide que me quede parado frente a él a dos metros de distancia. Hace dos, tres fotos y las va arrojando al piso. Salen mal, sobrexpuestas. Se desanima.

-¿Encontró alguna similitud entre Polaroid y la fotografía digital? ¿Tienen la misma inmediatez?

-Nunca he probado una cámara digital, no podría decirle.

-En 1948 inició un viaje por Perú y Bolivia porque quería alejarse del mundo de la fotografía comercial en los medios de Nueva York ¿Cómo fue ese viaje?

-Me gustó mucho Lima. Yo viajaba con la gente del pueblo, en los camiones [lo dice en castellano], por caminos de ripio. Muchas mujeres usaban esos sombreros. Me llamaban mucho la atención. Espero haber visto algo más que esos sombreros, las montañas, el paisaje. Estuve la mayor parte del tiempo solo, durante unos seis meses. Recuerdo que estaba viajando en tren y un vendedor ofrecía sándwiches. Alguien a mi lado me dijo que no los comiera, porque estaban hechos con carne de perro. Igual me comí uno. Era fantástico. En algunos pequeños lugares de las montañas uno podía comer con cubiertos de plata. La gente era muy amigable. Cuando llegué a la frontera entre Bolivia y Perú había soldados. Me recomendaron no pasar. Dormí en una casa deshabitada, en un lugar desconocido. Más tarde me avisaron que ya no había soldados, así que crucé la frontera en medio de la noche. Era una persona bastante arriesgada entonces.

Viernes 27. A solas con June.
«Fui a la escuela de la Nueva Bauhaus en Chicago, a los 18 años. Tenía un maestro que venía de Suiza. Y apenas hablaba inglés. Yo era joven y naïve . Tenía un amigo, muy conocido luego como artista pop, que tomó muchas ideas de mí. No voy a decir su nombre. Solíamos salir a caminar y le decía: ´¿Por qué no mirás las vidrieras de los negocios? Es lo más hermoso que tenemos en Estados Unidos . Eso fue a principios de los años 50… Una mujer es una fuente eterna. Es una especie de maquinaria sublime. Le damos esa fuerza a los hombres porque los amamos. En la actualidad, las mujeres piensan que no necesitan de los hombres. En mi juventud pensaba que podía ser como los hombres. ´Puedo pintar como lo hace un hombre , decía. Yo era del Midwest. Cuando vine a Nueva York ya tenía 30 años. Estaba buscando otra cosa. Nunca tuve nada que ver con la beat generation . Y Robert tampoco pertenecía a la beat generation ; ellos eran hombres homosexuales. Tal vez fueron un poco adolescentes en un sentido. Fue un fenómeno tan norteamericano. No estaban pensando en el pasado; tampoco en el futuro. Solo pensaban en el presente, lo que me parece maravilloso.»

Viernes 27. Con Robert Frank en su cuarto, la última vez.

En cuanto entro y lo saludo, me alcanza dos libros y me los regala. Lines of My Hand , en edición nueva, y Robert Frank, from New York to Nova Scotia . Está sentado junto a su tablero, mirando una buena cantidad de copias de contacto de las fotos que hizo con su pequeña cámara de plástico en su último viaje, hace un par de semanas. «En el lago de Ginebra, un árbol extraño. Las montañas junto a las que me crié. Cada vez que me detenía en el camino, una foto aquí, otra allá. Amigos. Algunas veces en color. En Zurich, en el subte; me gusta hacer fotos en los subtes todavía. En Madrid, cerca de la Puerta del Sol. Un monumento al barrendero. June posa junto a la estatua. Carteles en las vidrieras de los negocios. Estaba feliz ahí… Sigo haciendo fotos de la misma manera, aunque estas no son como las que hacía hace años. Yo reacciono ante lo que estoy viendo en el momento. No espero mucho más.»

Señala un fotograma en el que se ve a una mujer de mediana edad. «Ella es la única familia que me queda. Llegó a casa de mis padres como refugiada cuando tenía seis años. Todos sus parientes habían sido asesinados en Alemania. Ella es casi como mi hermana. Tengo un hermano mayor, pero no nos hablamos.»

Robert Frank sigue mirando las copias de contacto desparramadas sobre el tablero. Le pido que me autografíe uno de los libros que me regaló. «Tengo que ir al médico ahora. Ya no firmo mis libros. ¿Tu nombre era Daniel?»

La entrevista la he sacado de aquí. Y aquí podéis ver todas las fotos que le hizo Daniel Merle.

‘Women are beautiful» de Garry Winogrand

La pasión por fotografiar a las mujeres

Guapas y libres. Así eran las mujeres que retrató el fotógrafo neoyorquino Winogrand. En la década de las revoluciones, los años sesenta, ellas hacían notar su presencia sintiendo por primera vez la importancia de su sexo. La serie ‘Las mujeres son bellas’ es un valioso documento para comprender una época.

«Cuando veo una mujer atractiva, hago lo que mejor sé hacer, fotografiarla”. Garry Winogrand (1928-1984), uno de los grandes fotógrafos estadounidenses, era así, directo y sincero. El “príncipe de las calles”, como le apodaron sus colegas, huyó de los estudios, de los flases, de escenarios fabricados, y eligió el contacto directo con la realidad. Su serie de retratos agrupados en la serie Women are beautiful (Las mujeres son bellas) es un testimonio directo de aquellas americanas que rompieron con los corsés y desafiaron al mundo en la década de los sesenta.

Nació y creció en el Bronx neoyorquino, se enroló fugazmente en el ejército y estudió arte en la Universidad de Columbia, pero todo pasó a un segundo plano cuando un amigo le mostró un cuarto oscuro. Fue su primera experiencia en el proceso de la fotografía. Un descubrimiento. “Nunca volví a pintar”, diría después.

Transformado en un compulsivo reportero –influido por Walker Evans y sus retratos de la América profunda–, fotografiaba “las cosas para ver a qué se parecen cuando han sido fotografiadas”. Expuso en tres ocasiones en el Museo de Arte Moderno (MOMA) de Nueva York, consiguió dos becas del Guggenheim y fue un excelente profesor en el Instituto de Diseño de Chicago y en la Universidad de Tejas.

En 1950, las revistas ilustradas lo invadían todo. El mercado de la posguerra demandaba fotorreporteros y la generación de Winogrand, lejos de la imagen del fotógrafo de acción y aventurero, perseguía la autenticidad. Una buena muestra es la serie de mujeres de Winogrand, propiedad de la coleccionista Lola Garrido, que por primera vez se exhibe completa en Barcelona, en la Fundación Colectania. “Inge Morath [fotógrafa y esposa del escritor Henry Miller] me aconsejó comprarla. El portfolio de 85 fotografías salió a la venta en 1984 en San Francisco; es el trabajo de muchos años por las calles de varias ciudades, Nueva York, San Francisco, Aspen… Winogrand supo retratar lo que significó el cambio de actitud de la mujer”, afirma.

Las mujeres que inmortalizó Winogrand transmiten alegría de vivir, reflejan el cambio de hábitos de una sociedad a la que se incorporaron sin complejos. Ellas se convirtieron en protagonistas. Se manifestaban con pancartas a favor del aborto, lanzaban sus sujetadores a la basura, cortaron sus faldas y trabajaron en oficios hasta entonces considerados solo de hombres. En los años de la guerra fría, una nueva generación pedía paso. John F. Kennedy llegaba a la presidencia de Estados Unidos como la gran esperanza; I want to hold your hand, de Los Beatles, escalaba el primer puesto de las listas americanas; las mujeres se enrolaban en el movimiento feminista, mostraban su cuerpo sin inhibiciones, paladeaban su libertad. Winogrand atrapó aquel goce de una conquista. “No es un reportaje”, dice Garrido, “son fotos hechas al azar. Para hacer esta serie disparó más de 15.000 imágenes. Buscaba el gesto y luego editaba las fotos”. Women are beautiful apareció en 1975. No tuvo mucho éxito. Fotógrafos y críticos encontraron la obra desigual, pero se convirtió en un símbolo. De una época, de una revolución. Winogrand inició este trabajo en 1960, a las puertas de la guerra de Vietnam, que marcó a fuego a la sociedad norteamericana, y la publicó en 1975, cuando cayó la ciudad de Saigón.

“No sé si todas las mujeres de las fotos son bellas, pero sí que las mujeres son bellas en las fotos”, escribió Garry Winogrand en el prólogo de su libro. Aquellas guapas mujeres anónimas ni siquiera se fijaban en un hombre con una Leica de gran angular preenfocado que tomaba fotos sin mirar por el visor, sin encuadrar. Winogrand observaba, divisaba una chica guapa con buenos pechos y disparaba. Mujeres en las avenidas neoyorquinas, riendo, sonriendo, tumbadas, con una pierna levantada, en gestos que hasta entonces nunca habían sido reflejados. “Es uno de los fotógrafos que más han hecho por la liberación de la mujer”, asegura Lola Garrido. “El primero que retrató a las mujeres como son de verdad”.

John Szarkowski, el primer director del departamento de fotografía del MOMA, llamaba a Garry Winogrand “el principal de su época”. Junto a Diane Arbus y Lee Friedlander encabezó una nueva generación de fotógrafos que pretendieron no reformar la vida, sino conocerla. O, como decía el pintor Frank Stella, todo lo que hay que ver es lo que ves. Eso es lo que hacía Winogrand con un estilo de encuadres diagonales muy cercano al expresionismo abstracto.

Winogrand oscilaba entre el optimismo y la melancolía. Su primera mujer le acusaba de egocéntrico, exigente e insensible. Lo cierto es que vivía para la fotografía. “Sentí que era mi camino y me agarré a él. Lo necesito desesperadamente y nada me ha hecho nunca apartarme de la fotografía”. 1975, cuando publicó Women are beautiful, fue un mal año para él. Dejó de fumar, engordó 15 kilos, y detectaron que algo no iba bien en su tiroides. Cuando murió, en 1984, dejó en su estudio más de 300.000 rollos de películas sin revelar, miles de fotos sin clasificar. Un final digno para su gran pasión.

La exposición ‘Women are beautiful’ se inaugura en la Fundación Foto Colectania (Julián Romea, 6. Barcelona), el próximo miércoles.

Julia Luzán. El País.


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