Entrevista a Clemente Bernad
En 1995, Clemente Bernad pasó varios meses fotografiando horrores por España. Fue la aportación española al proyecto Pauvres de nous, un trabajo colectivo sobre la exclusión en Europa impulsado por la asociación Les petits fréres des pauvres, que contó en España con la colaboración de la Caja de Ahorros del Mediterráneo.
Para entender cabalmente de qué habla el fotógrafo, conviene recordar los lugares y ambientes que visitó en cada una de esas ciudades: SIDA, drogas, prostitución, centros de acogida y rehabilitación, rincones, calles y barrios enteros que componen culturas de realidad subvertida, enfrentada, terminal.
— En pocas palabras, ¿cómo le fue en 1995 en…?:
Madrid: “La muerte acompaña siempre a la marginación”.
Segovia: “La lucha por salir del infierno, por simular ser como los demás. Una cierta melancolía”.
Granada: “Los infiernos comparten espacio con los cielos. En Granada viví más que en otros lugares la doble vida de las ciudades, la doble identidad, el infierno en el cielo”.
Málaga: “La peligrosa y densa noche”.
Pamplona: “Una imagen de las que surgen sin buscarlas. Un parque, verano, un chico inconsciente por sobredosis. Llamamos a los servicios de urgencias y, ¿por qué no?, tomé fotografías”.
— ¿Cómo huele la pobreza?
— A propósito de este trabajo escribí un texto que respondía precisamente a esto: “Si hay algo que recuerdo y recordaré siempre de estos tres meses en que me asomé al infierno como un viajero, como un visitante, como un extraño…, es el olor. El nuevo olor de las mismas calles cuando se miran desde un mundo en el que es preciso luchar como un perro para poder comer algo, para poder inyectarte cualquier cosa cuanto antes, para poder simplemente sonreír. El olor del SIDA cuando te come por dentro ante la indiferencia y el silencio de los demás. El olor del abandono, de la soledad. El olor de la envidia, de la rabia y de la resignación. El olor de los coches de policía, de la violencia, de los gritos, de las ambulancias y del amanecer. El olor a mierda. El olor de la riqueza ajena, Y el olor de la muerte, tan cercana.”
— ¿Qué le ha enseñado todo esto?
— Que asomarse a estos mundos no es gratis. Cada día, cada encuentro, cada conversación, cada mirada deja una herida. Algunas cicatrizan, otras no.
— ¿Ha pensado alguna vez que la suya es una cierta labor de apostolado, por necesidad ingrata?
— De ninguna manera. Nada más alejado de mi carácter que ser apóstol de nada, ni de ideas, ni de doctrinas, ni de creencias religiosas. El apostolado es propaganda y proselitismo. Me molesta sobremanera el victimismo gratuito de esos fotógrafos que se sienten portadores de una misión, mártires por la Humanidad, por el Mundo, por la Fotografía. Son ellos mismos quienes se encargan de que su sacrificio no pase desapercibido.
— ¿Qué se ha propuesto como fotógrafo?
— Simplemente, intento comprender lo que sucede donde habito. Eso es lo fundamental de mi actitud como fotógrafo. No tengo respuestas para nada, ni creo que las haya. Pienso que la curiosidad es fundamental en un trabajo de este tipo, pero abomino de la curiosidad bobalicona y gratuita que observa desde la barrera y queda satisfecha con la contemplación. Se ha de tener una curiosidad crítica, afán por comprender, reflexionar, triturar la realidad y opinar a través de imágenes.
— ¿Cuáles son sus referencias imprescindibles?
— Mis referencias en fotografía son escasas y se circunscriben a personas que han contemplado la vida con un espíritu humanista, crítico y coherente con su época. Citaré a dos: Henri Cartier—Bresson y Robert Capa, víctimas ambos de los estereotipos y las etiquetas. Cartier—Bresson es el ojo del siglo XX, el siglo de la fotografía, a la que aporta una preocupación estética, social, política e intelectual de enorme trascendencia. Robert Capa es una personalidad magnética dedicada a la fotografía por inquietud y compromiso político y social, que arrastró a muchos fotógrafos a mirar el mundo de otra manera, con espíritu enérgico, creativo y crítico muy difícil de encontrar hoy. Corren otros tiempos. Pero mis maestros están sobre todo en otras disciplinas. No sólo se mira con los ojos, sino con la forma en que uno se sitúa ante la vida y entre los demás, algo que se forja con experiencia, lectura y reflexión, más que contemplando fotografías.
— Tal vez sea usted un fotógrafo de guerra, de esas guerras que están a la vuelta de todas nuestras esquinas. ¿Por qué ha elegido esos frentes de batalla?
— No sólo he elegido esos frentes de batalla sino también otros, aunque verdaderamente me seduce la idea de que cualquier batalla puede ser la de uno, si la siente como suya. Es como la vida. Me interesan sobremanera ciertos conflictos geográficamente muy alejados, pero que siento como míos, y de la misma manera hay situaciones extremadamente cercanas que me reclaman con igual intensidad. El exotismo o la lejanía están finalmente en uno mismo.
— ¿Qué le impulsó a elegir la pobreza, la marginalidad, como objeto de su trabajo? ¿Cómo marca personalmente haber decidido frecuentar esos mundos marginales?
— La miseria ha sido un argumento recurrente en la historia de la fotografía. Sin embargo, los pobres, los desposeídos, los desheredados, los presos, los enfermos terminales, los refugiados…, no fotografían a nadie, siempre son ellos los fotografiados. Pero, ¿qué es de los ricos, de los poderosos? ¿Dónde viven, qué comen, cómo se divierten, cómo sufren, cuáles son sus miserias, su vida diaria? El pobre es más accesible, tiene más dificultades para defenderse y protegerse, su espectáculo atrae más porque bebemos de la tradición burguesa; su contemplación sirve a menudo para lavar conciencias. Siempre me he sentido atraído por el concepto de resistencia. Frente a la adversidad, la injusticia, el destino, la pobreza, la muerte, la derrota. Me atraen los resistentes capaces de sobrevivir en condiciones insoportables. He fotografiado a los jornaleros andaluces que nomadean y luchan por la tierra, a las mujeres saharauis, que resisten desde hace 25 años en condiciones absolutamente intolerables, a rebeldes en Chiapas y a huelguistas de hambre en Turquía, que se dejan morir en la más absoluta indiferencia y olvido. He fotografiado durante años el conflicto del País Vasco, donde la violencia y la rigidez imperan, donde se resiste en todos los sentidos y en todos los frentes. Pero esta vez casi no hay resistencia. La miseria extrema, la enfermedad terminal, la marginación real como anestésicos del espíritu de supervivencia.
— ¿Es usted compasivo con sus sujetos o sólo un testigo que procura no opinar?
— Yo procuro opinar siempre. Si no pudiese hacerlo con la fotografía, elegiría otro lenguaje. No me interesan los fotógrafos sin opinión, los que no arriesgan, los que evitan el ojo del huracán. Deploro las posiciones cómodas, estables, invariables. Prefiero siempre la duda, lo complejo, lo ambiguo, lo que no está claro, lo que cambia, lo que se oculta. Ser compasivo con los sujetos me resulta imprescindible, pero compasión es una palabra vacía de contenido. Ahora se ha puesto de moda ser humanitario y eso choca frontalmente con mi idea de estar en el mundo. Vivimos tiempos que no favorezcan la crítica, la reflexión, la búsqueda de soluciones; se trata de poner parches, de callar y llorar, de bajar la cabeza y lamerse las heridas. No son tiempos de humanismo, sino de humanitarismo, y eso afecta también a fotografía. No sólo a una forma de trabajar, sino también y sobre todo a la forma de mirar. “No se lleva” el fotógrafo que se interroga e interroga al poder –¿a quién si no?–, sino el
que mira pero no ve, o no quiere ver, el que calla y sólo dirige la vista donde y cuando se le indica. Claro que lo humanitario es más agradecido y causa menos problemas: todos de acuerdo en todo, incluso en esa porción de crítica permitida. Lo malo viene cuando alguien se sale del tiesto, cuando se mira “lo que no se debe”, cuando se frecuenta lo maldito, lo tabú, lo innombrable.
— ¿Qué ideología reflejan sus imágenes?
Espero que ninguna, pero sí me gustaría que reflejasen ideas, aunque sólo encierren dudas. Las fotografías no pueden hablar y lo que nos dicen es poco elocuente, muestran demasiado poco, quizás únicamente que lo fotografiado estuvo en un momento dado ante una superficie sensible a la luz y que allá quedó una huella, un rastro. Ninguna certeza, ninguna respuesta, sólo huellas de presencias, de vida. Huellas que nos hablan de personas que vivieron, siempre en pasado. Eso me obsesiona como fotógrafo, esa alianza de la muerte, de lo pasado, de lo que ya no volverá, que empapa a la fotografía. Porque la sensación que se experimenta cuando se contempla la fotografía de algo que sucedió, de un ser querido que murió, de alguien que creció y ya no es como era, esa emoción no es comparable con ninguna otra forma de descripción.
— ¿De qué hablamos cuando hablamos de ética en el 2002?
— De que tenemos la obligación de preocuparnos por los que sufren; de que no es tolerable, desde el bienestar, mirar hacia otro lado.
— ¿Qué credos mantiene y a qué coste?
— Nunca he tenido grandes credos, y cada vez tengo menos. La religión se desmoronó como un azucarillo en el café, y siento horror cada vez que alguien habla de creencias, de fe. Si se habla desde la fe el intercambio es imposible, o al menos muy difícil. No tengo credos, palabra temible, pero sí tengo algunas opiniones y mucha perplejidad, porque conforme pasan los años todo se vuelve más sutil, más complejo, los matices son mucho más importantes y las explicaciones simples se ven absurdas.
— La dedicación a las diversas miserias humanas puede ser una tarea sin límites.
— Sin duda. Esos mundos están siempre a la vuelta de la esquina. Hagamos lo que hagamos, viajemos donde viajemos, siempre estaremos cerca del infierno. Por una simple cuestión de higiene, y de saber estar en el mundo que nos ha tocado vivir, creo que es mejor estar cerca –física y sentimentalmente– de los más pobres, de los desposeídos, de la otra cara del espejo.
— ¿Se mueve con más facilidad entre los desposeídos?
— No, en absoluto. Cuando trabajo me muevo con igual dificultad cualquiera que sea el entorno, porque siempre son lugares nuevos, situaciones desconocidas. Trabajar entre los desposeídos significa enfrentarse con lo contradictorio de la vida, probablemente el motor de mi trabajo como fotógrafo. Además, significa compartir lugar y tiempo con personas que carecen de medios para vivir con dignidad en un mundo que los ignora y les vuelve la espalda. Significa también enfrentarse con alguien que ya sabe que morirá abandonado por una sociedad hipócrita y cruel, con una persona que es heredera de los millones de desheredados de la historia pero impone ante uno su presencia viva, su drama actual, frente a todas las convicciones, todas las ideas y todas las intenciones que se tengan. Al final, uno está siempre solo ante la duda, lo contradictorio, el deseo de abandonar pero la necesidad ineludible de continuar.
— ¿Qué destilan los mundos que usted mira?
— Experiencias, que son las heridas que uno va acumulando. Quisiera conseguir que algo de ellas quedara reflejado en mis imágenes.
— ¿Qué le gusta mirar?
— Todo. Sin límites. Algunas cosas por placer y otras porque lo considero necesario.
— ¿Cuál es color de la felicidad?
— Somos tan frágiles que seguramente la felicidad toma en cada momento el color que más nos interesa.
— ¿Qué le gusta fotografiar?
— Me gusta mirar todo, pero no fotografiarlo todo. Es cuestión de querencias, de intereses, de ganas por comprender y por contar ciertas vidas. Si mirar es cuestión de apetito, y yo lo tengo bueno, fotografiar exige, en mi caso, saber qué quiero comer y elegirlo, aún cuando por una simple cuestión de placer, haga constantemente fotografías de forma despreocupada. El hecho fotográfico exige elegir constantemente. No se puede reproducir todo, no se puede recordar todo, no se puede fotografiar todo.
— ¿Qué tiene contra la frivolidad?
— Nada en absoluto. Al contrario, la frivolidad forma parte de nuestras vidas. Todos tenemos muchas caras y una de ellas es la frívola, más ligera y despreocupada. Profesionalmente, no sólo me apetece hacer —y hago— temas más ligeros o frívolos, sino que también creo que es necesario fotografiar los temas más serios y dramáticos con ciertas dosis de frivolidad: la vida es así, compleja y contradictoria.
— ¿Qué tres características resaltaría de su trabajo?
— En primer lugar, la sinceridad. Además, me gustaría que provocase reflexión y produjese placer.
— ¿Cuál es su posición dentro del panorama fotográfico español? ¿A quiénes reconoce como cómplices en el panorama internacional?
— Dentro del panorama español me siento bastante aislado. No es que tenga nada que reprochar a nadie ni que abrigue un afán por diferenciarme, pero sí percibo una sensación realmente molesta de no participar, de no compartir, y es algo que últimamente me preocupa, porque es preciso intercambiar puntos de vista, experiencias e ideas con otros, aunque sea cierto que ahora yo no los tengo cerca en ningún sentido. En el panorama internacional hay más fotógrafos que puedo calificar como cómplices, con algunos mantengo una relación fluida, con otros la complicidad se establece a través de sus trabajos y planteamientos profesionales y vitales.
— Dicen que es usted un independiente. ¿Qué supone eso en estos tiempos? ¿Ser independiente significa ser un outsider, esto es, un marginal, y por tanto alguien incómodo, y en consecuencia ignorado?
— Me siento todo lo independiente que se puede ser ahora, que no es mucho. Me gusta pensar que soy independiente, un profesional que sabe ajustarse al encargo, pero guardando siempre la posibilidad y la capacidad de dar un portazo y respirar otros aires. No me siento atado, y eso influye en mi forma de trabajar. Claro que la independencia conlleva además otros peajes y supone, entre otras cosas, sufrir ciertas cuotas de marginación. Sobre todo cuando la práctica no es el asentimiento servil y pasar la mano por la espalda. Hoy se valora sobre todo lo rápido, lo “joven”, lo espectacular, lo fácil, así que es importante no sucumbir a la lógica que impone el mercado, la industria. Se buscan con ansia jóvenes valores que impacten y rompan moldes. Yo siento la necesidad de trabajar de otra forma porque no me interesan ni la prisa ni el éxito, ni romper moldes ni vivir a tope. Quizás sea eso ser independiente y haya un precio que pagar, pero en cualquier caso no es algo que me preocupe en exceso.
— ¿A dónde le lleva su evolución como fotógrafo?
— Ignoro dónde me lleva mi evolución como fotógrafo y no me preocupa especialmente. Al cabo de los años he llegado a la convicción de que no hay que buscar las imágenes en lugares extraños, porque siempre, absolutamente siempre, están donde uno se encuentra. A veces uno corre tras una imagen o una situación sin percatarse de que el tiempo pasa y de que esa búsqueda nerviosa no hace sino ocultar la ausencia de algo que contar, sin darse cuenta de que en verdad se trata de mirar de otra forma, más reflexiva, más pausada, más sincera.
— ¿Qué tipo de reportaje le interesa aquí y ahora?
— Me interesa el reportaje en profundidad, el que intenta encontrar las caras ocultas, las razones posibles, los lugares no comunes. Me interesa el reportaje tras el cual hay una persona con opiniones, dudas, aciertos y fallos. Me gustan los trabajos que muestran puntos de vista personales pero sin que eso sea sinónimo de una subjetividad tan extrema que los haga incomprensibles. Trabajos que equilibren opinión personal, rigor, profundidad y una solución formal coherente con el argumento y con el tiempo que vivimos. No se puede fotografiar hoy igual que hace 50 años.
— ¿Para qué sirve hoy la fotografía? ¿Para qué debería servir?
— En el mundo de lo digital y de las nuevas tecnologías de representación y transmisión, la fotografía aún sirve simplemente para contarlo. Desde luego que la fotografía tiene una enorme capacidad de mentira, de engaño. Desde luego que no es espejo de la realidad, ni testimonio fiel, ni documento probatorio. Esto es algo que ya sabemos. Pero tampoco hay otro lenguaje que diga más verdad que la fotografía.
— En su obra:
Un paisaje. “Una fotografía tomada en el puerto de Bermeo: un hombre tumbado sobre las piedras del rompeolas. No es nada importante, no sucede nada, pero es la imagen con la que inicio sentimentalmente el trabajo sobre el País Vasco”.
Un rostro. “Todos mis trabajos están llenos de rostros”.
El horror. “El ayuno hasta muerte de los presos turcos y sus familiares. Estar con personas que han decidido morir pasando por un ayuno monstruoso que en ocasiones ha superado los 300 días, es algo muy cercano al horror. Mirarles a los ojos, tocarles, es asomarse a otra dimensión, pero demasiado cercana”.
La rabia. “El conflicto vasco. Sospechar si el túnel no tendrá salida”.
La frustración. “Cuando llega el momento de irse, tras fotografiar o pasar un tiempo con personas en situaciones críticas. La sensación de que allá se queda algo que requiere mucho más tiempo, más esfuerzo, más de todo”.
La luz. “La luz no existe sin la sombra”.
Entrevista de Fernando Rimblas en 2002.
No trackbacks yet.